Adoración reparadora y seguimiento de Jesús
José Rodrigo Alcántara ss.cc., de México, estudiannte en Munster (Alemania).
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Adorar, adentrarse en ese tiempo sin
tiempo en el que todo nuestro pasado y nuestro presenten se conjugan para
hacernos escuchar una y otra vez el eco del ven
y sígueme!, es un ministerio que requiere siempre ser ejercido a la luz de
la vida de los pueblos donde estamos. Esto no por mero principio
socio-eclesial, sino porque adoramos en el contexto de nuestra misión. Es así
que adorar es parte de nuestra misión. Es un momento en que renovamos nuestro envío a anunciar la buena noticia del
Reino.
En la tradición de nuestra congregación
se ha insistido, con justificada razón, en el carácter reparador de la
adoración. Es en este punto donde quiero colocar el acento. Para ello retomo
una de las recomendaciones del Buen Padre sobre la adoración y algunos
fragmentos del poema inspirado en Juan
20,11-17, del poeta mexicano Javier Sicilia.
El Buen Padre le recordaba a una
hermana que la adoración salió del
Corazón mismo de Jesús traspasado en la Cruz después de su muerte. Y ese
Corazón traspasado permanece siempre
abierto para ser, en cada momento de nuestra vida, un lugar de refugio y de
perdón para nuestras faltas, de consuelo en nuestras penas, de valentía en la
debilidad, un asilo de paz en nuestras confusiones y miedos, en fin, nuestra
esperanza a la hora de la muerte.
Si como dice el Buen Padre, esta
adoración nace del Corazón del traspasado, la adoración, entonces, nace de la
entrega de la vida. No está de modo alguno desconectada de nuestra acción en
favor de los otros. Ella forma parte de ese deseo ardiente de ver ya en el
mundo el fuego de Dios que todo lo transforma (cf. Lc 12,49). Pero eso requiere
la decisión siempre renovada de seguir a Jesús. Requiere seguirlo hasta el
calvario. Son los que siguieron a Jesús hasta el calvario los que contemplaron
al traspasado.
Por otra parte, el/la discípulo/a
seguirá en esa búsqueda incesante de Su amor, porque sabe que solo allí
encuentra paz, consuelo, descanso, y sin duda también valentía y esperanza. ¿No
es esto lo que una gran parte de la humanidad busca con insistencia? ¿Cuántas
de las personas que conocemos en nuestros apostolados, o en la propia familia,
o que encontramos en el camino, están tan deseosas de un momento de descanso, recogimiento,
paz y reconciliación? Y aún más, ¿cuántos de nosotros – siervos inútiles –
anhelamos desde lo más profundo de nuestros abismos una pequeña luz de
esperanza?
En estos tiempos de activismo, de
competencia, de luchas de poder, de
incerteza, de violencia brutal, de falta de sentido y esperanza, practicar la
adoración con la conciencia de que llevamos ante Él las penas personales y
sociales, es sin duda un acto de amor y de solidaridad. De amor, porque allí no
sólo contemplamos al amor, sino que también experimentamos la fuerza de su amor.
Y de solidaridad, porque la solidaridad nace en ese momento en que descubrimos
que Él, en cada una de sus acciones, se hizo solidario con nosotros hasta el
extremo; y nace en nosotros la urgencia de propagar ese acto en este mundo
herido.
¿Cómo sucede esto? No hay otra
razón que el saberse inmensamente amado. Lo explico. Los que
contemplaron la injusticia de la crucifixión fueron los primeros que contemplaron
los signos de la presencia discreta y escondida de su amado amigo y maestro. En
esos momentos de búsqueda e intimidad con el amor, es decir, en ese momento, en
el que nos acercamos tímidamente a pedirle su ayuda, a ofrecerle nuestras
incertezas y dolores, propios y de otros, en ese momento, Él vuelve a llamarnos
por nuestro nombre y nos envía a los otros que son sus hermanos (cf. Jn 20,17).
Ciertamente llegamos ante Él dispuestos a adorarlo en Espíritu y en verdad (Jn.
4,23); pero Él también, en su Hijo, nos contempla con profundo amor y nos hace
descubrir otra realidad: me tomó de prisa
/ y todo se transformó en su nombre […] no sabía que el mundo fuera tan bello /
ni yo tan amado. No como un acto de des-encarnación o des-historización
(tentación tan presente en tiempos de conflicto). No. Sino porque mira nuestros
cansancios, penas dudas, oscuridades, y nos auxilia en esos momentos en que
nadie más nos puede asir, ni a nosotros ni a la humanidad, a descubrir que Él
hace nuevas todas las cosas (Ap 21,5): ¿Quién
es, / que a pesar del vacío, / del duro desconsuelo, / al decir mi nombre /
regala un soplo en el aliento de las hojas / a mi cuerpo que siente imposible
su regreso, / nocturna voz en la nocturna noche de la fe / […]?
El que adora actualiza también en ese espacio-tiempo su
misión de seguidor, de discípulo, de siervo y de amigo. La adoración repara porque en primera instancia somos
nosotros reparados, porque frente a
él descubrimos un poco más lo que somos nosotros mismos, lo que significa ser
humano; pero ante todo, lo que significa ser amados en nuestros momentos de duda,
soledad, angustia, debilidad, oscuridad y desasosiego: Debe ser él, / pues al volver la vista / he sentido la alegría de los
que son contemplados[1].
¿No es esta también la experiencia de
los santos, entre ellos la de nuestro hermano Damián, que sentía la cercanía de
Cristo de manera singular en la Eucaristía y la adoración?
[1] J. Sicilia. Juan 20,11-17. In: La presencia desierta. FCE,
México 2004. Pp. 199-201.
Adoration réparatrice et suivre Jésus
Adorer, pénétrer profondément en ce temps sans
temps dans le quel tout notre passé et
notre présent se conjuguent pour nous faire écouter encore et encore en écho
le : « Viens et suis-moi », c’est un ministère qui demande
toujours d’être exercé à la lumière de la vie du monde où nous vivons. Ceci non
par simple principe socio-ecclésial, mais bien parce que nous devons adorer
dans le contexte même de notre mission.
C’est ainsi qu’adorer fait partie de notre mission. C’est un moment où
nous renouvelons notre « envoi » pour annoncer la bonne nouvelle du
Royaume.
Dans la tradition de notre congrégation on a
insisté, et avec raison, sur le caractère réparateur de l’adoration. C’est sur
ce point que je veux mettre l’accent. Pour cela je reprends une des recommandations
du Bon Père sur l’adoration et quelques bribes du poème, inspiré par Jean
20,11-17, du poète mexicain Javier Sicilia.
Le Bon Père rappelait à une sœur que l’adoration
jaillit du Cœur même de Jésus transpercé sur la Croix, dès après sa mort. Et ce
Cœur transpercé demeure toujours ouvert pour être, à tout moment de notre vie, lieu
de refuge et de pardon pour nos fautes, de consolation dans nos peines, de
courage dans la fragilité, havre de paix
dans nos troubles et nos peurs, enfin , espérance à l’heure de la mort.
Si, comme dit le bon Père, cette adoration
nait du Cœur transpercé, alors l’adoration, nait de l’offrande de sa vie. Elle
n’est en aucune manière déconnectée de notre action en faveur des autres. Elle
fait partie de ce désir ardent de voir déjà dans le monde le feu de Dieu transformant tout. ( cf. Lc 12,49). Mais cela
suppose la décision constamment
renouvelée de vouloir suivre Jésus. Le suivre jusqu’au calvaire. Ce sont
ceux qui ont suivi Jésus jusqu’au calvaire qui ont contemplé le Transpercé.
D’autre part le disciple marchera dans une
recherche continuelle de son Amour, parce qu’il sait que seulement là se trouve
la paix, la consolation, le repos et sans doute aussi le courage et
l’espérance. N’est –ce pas cela qu’une grande partie de l’humanité cherche
constamment? Combien de personnes que
nous connaissons dans notre apostolat, dans notre propre famille ou que nous
rencontrons en chemin, ne sont-elles désireuses de tels moments de repos, de recueillement,
de paix, de réconciliation ? Et plus encore, combien d’entre nous, serviteurs inutiles, n’aspirons-nous
pas, du plus profond de notre être, à une petite lueur d’espérance ?
En ces temps d’activisme, de compétition, de
lutte pour le pouvoir, d’incertitude, de
violence brutale, de manque de sens et d’espérance, pratiquer l’adoration, où
nous apportons devant Lui les peines personnelles et sociales, est sans aucun
doute un acte d’amour et de solidarité. D’amour, parce que là, non seulement
nous contemplons l’amour, mais aussi nous faisons l’expérience de la force de
son amour. Et de solidarité, parce que la solidarité nait au moment où nous
découvrons que Lui, en chacune de ses
actions, s’est fait solidaire de nous jusqu’à l’extrême ; ainsi nait en
nous l’urgence de prolonger cette action, en notre monde blessé.
Comment cela arrive-t-il ? Il n’y a pas
d’autre raison que celle de se savoir immensément aimé. Je m’explique. Ceux qui
contemplèrent l’injustice de la crucifixion furent les premiers à contempler
les signes de la présence discrète et cachée de leur cher ami et maître. En ces
moments de recherche et d’intimité dans l’amour, c'est-à-dire en ces moments où
nous nous approchons timidement pour lui demander aide, lui offrir nos incertitudes et peines, les nôtres
propres et celles des autres, en ces moments, Lui nous appelle à nouveau par
notre nom et nous envoie vers les autres, ses frères.(cf. Jn 20,17). Sûrement
nous nous approchons de lui disposés à l’adorer en Esprit et en vérité ( Jn
4,23) ; mais Lui aussi , en son Fils, nous contemple avec un amour profond
et nous fait découvrir une autre réalité : Il me pris subitement/ et tout fut transformé en son nom [….] je ne
savais pas que le onde était si beau/ ni moi autant aimé. Non comme en un acte de désincarnation ou de
des-historisation (tentation si fréquente en temps de conflit). Non ! Mais
parce qu’il regarde nos fatigues, peines, doutes, obscurités et qu’il nous aide
en ces moments où personne ne peut nous prendre par loa main, ni nous-mêmes, ni
l’humanité, pour découvrir que Lui fait toutes choses nouvelles (Ap
21,5) : Qui est-il ? / Celui
qui malgré le vide/ de la dure affliction,
en prononçant mon nom/ offre une pause dans le bruissement des feuilles à mon corps qui pensait impossible son retour/
obscure voix dans l’obscure nuit de la foi [….] ?
Celui qui adore réalise aussi en cet espace-temps sa mission de
disciple, de serviteur, d’ami. L’adoration « répare » parce que en
premier lieu, nous sommes « réparés », parce que, face à Lui nous
découvrons un peu plus ce que nous sommes nous-mêmes, ce que signifie être
humain ; mais avant tout, ce que signifie être aimé en nos moments de
doute, de solitude, d’angoisse, de fragilité, d’obscurité et de trouble : Ce doit être lui,/ car en tournant mon
regard/ j’ai senti la joie de ceux qui sont contemplés. (1)
N’est-ce pas cela aussi l’expérience des
saints, et parmi eux celle de notre frère Damien, qui ressentait la proximité
du Christ de manière particulière dans l’Eucharistie et l’adoration ?
[1] J. Sicilia. Juan 20,11-17. In: La presencia desierta. FCE,
México 2004. Pp. 199-201.
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