Sergio Silva,
religioso de los SSCC de la Provincia de Chile,
teólogo y escritor
No resulta
fácil descubrir cuál es el sentido del estallido social que estamos viviendo
desde hace un mes en Chile. Basado en la lectura de ciertas intervenciones en
la prensa y las redes, que me han dado alguna luz; pero influido también por
conversaciones y por mis propias reflexiones, aventuro una respuesta.
Me parece
que lo primero es distinguir al menos dos tipos de manifestaciones, que se dan
en la misma ocasión, pero que no son lo mismo y vienen, a mi juicio, de causas
muy diferentes. Por un lado, las masas que salen a la calle a protestar,
pacífica y muy alegremente –se calcula que en Santiago fueron un millón 200 mil
personas el viernes 25 de octubre, la manifestación más grande jamás habida–;
por otro, los grupos de “encapuchados” que, habitualmente hacia el final de la
protesta, hacen barricadas en las calles, asaltan y saquean tiendas y
supermercados, e incendian edificios.
La protesta
pacífica de las masas no obedece a una sola razón específica, pero pareciera
que hay una razón genérica: el abuso. Desde que se instaló el capitalismo
llamado “neoliberal” en la segunda mitad de los años 70, los ciudadanos hemos
estado sometidos a un cúmulo impresionante de abusos por parte de los que
detentan el poder económico. Durante la dictadura (setiembre de 1973 a marzo de
1990) no había posibilidad de defenderse eficazmente; durante los gobiernos
democráticos (desde marzo de 1990 en adelante) algo se intentó, devolviendo al
Estado algunas tareas de bienestar y protección que la dictadura le había
quitado. Pero no se intentó una transformación más a fondo del sistema
económico. Los principales abusos tienen que ver con las pensiones, la salud y
la educación.
Si estos
abusos han durado décadas, ¿por qué recién ahora se produce el estallido?
Hasta hace
unos 10 años la economía chilena crecía a buen ritmo. Aunque la distribución
del ingreso, que es muy mala, se ha mantenido en términos relativos, la brecha
entre ricos y pobres aumentaba al mismo ritmo del crecimiento de la economía,
lo que contribuyó a reforzar la tremenda segregación social que caracteriza al
país. Sin embargo, los pobres mejoraban notoriamente sus ingresos y empezaban a
consumir lo que nunca habían podido, ni siquiera en sueños; no sólo bienes (el
“mall” –centro comercial– se convirtió en la plaza pública donde se iba de
paseo, incluso en familia: a disfrutar de las tiendas, los “patios de comida”,
el cine, las entretenciones para los niños, etc.) sino también el “consumo” de
educación superior (cuya matrícula sube de 189.151 en 1984 a 1.262.771 en 2018,
según datos oficiales del Ministerio de educación), de modo que son muchos los
profesionales jóvenes actuales que son el primer universitario en su familia.
En muchos casos, el costo económico de este estudio ha sido muy alto: la
familia o el propio estudiante han debido contraer deudas que, una vez
terminada la carrera, deben ser pagadas, lo que está significando un peso
imposible de cargar.
En la
última década, el crecimiento económico se ha estancado, lo que ha hecho
desaparecer el aumento experimentable de bienestar material de los pobres,
consiguientemente las expectativas de mejoría se han visto frustradas y ha
tomado mucha fuerza la percepción de los abusos.
En cuanto a
los pequeños grupos violentos, es posible que haya en ellos una confluencia de
diversos ingredientes. Hay jóvenes más “ilustrados”, como estudiantes
secundarios y universitarios, en los que ha calado hondo un anarquismo radical.
Hay grupos de adolescentes y jóvenes de poblaciones marginales, contratados por
bandas de narcotraficantes, que los entrenan –incluso en el uso de armas de
fuego– como “soldados” para defender sus territorios disputados por bandas
rivales y para ejecutar los “ajustes de cuentas” con ellas. Y no faltan los que
toman estas acciones violentas y el consiguiente enfrentamiento con las fuerzas
policiales como una entretención porque produce mucha adrenalina.
Hasta aquí
me he movido en un terreno más bien fenomenológico, descriptivo. Pienso que se
puede dar un paso más hacia el fondo, hacia la cultura y los valores que están
en su centro. Hay escenas de los evangelios, sobre todo en el de Lucas, que me
ayudan a pensar en este nivel de nuestra crisis.
Al llegar
Jesús a Jerusalén, en la semana anterior a su muerte, llora por su pueblo. Él
mismo dice que lo que le provoca el llanto es que prevé su destrucción, “porque
no conociste el tiempo de tu visita (Lc 19,44). Algunos de sus contemporáneos,
quizá en algunos momentos, se dieron cuenta de que Dios estaba visitando a Su pueblo
en la persona de Jesús de Nazaret. Por ejemplo, la gente de Naím que son
testigos de la resurrección del joven y único hijo de la viuda, y que “dan
gloria a Dios, diciendo: ‘Un gran profeta ha surgido entre nosotros’, y: ‘Dios
ha visitado a Su pueblo’” (Lc 7,16).
Pero el
pueblo, en su conjunto, incluidas las autoridades, no reconoció en el humilde
Jesús de Nazaret al Dios-Poder que ellos imaginaban, al Dios de Israel que
aplastaba a los demás pueblos para levantar al suyo; porque Jesús es el Hijo
del Dios que no tiene otro poder que el amor, que no puede hacer otra cosa que
no sea amar.
Los
fariseos, como la inmensa mayoría del pueblo, incluidos los discípulos de Jesús
y el pequeño círculo de los Doce, esperan la llegada del reinado de Dios como
corresponde al Dios-Poder. Desde el inicio de su ministerio público, Jesús ha
estado anunciando la inminente llegada de ese reinado. Por eso, los fariseos le
preguntan: “¿Cuándo llega el reinado de Dios?”. Jesús les responde: “El reinado
de Dios no llega con aspavientos [es decir, de manera perceptible, que no deje
lugar a ninguna duda], por lo que no se podrá decir: ‘Está aquí’, o: ‘Está
allá’. Porque el reinado de Dios está dentro de ustedes” (Lc 17,20-21).
Me
pregunto: si Jesús hubiese venido al Chile exitoso de los años 90, ¿no habría
llorado previendo nuestra destrucción? Creo que sí. Pero no la habría descrito
como la de Israel, que fue destruido por las guerras insensatas que emprendió
contra el imperio romano (en los años 69-70 y luego del 132 al 135). Porque
Chile se ha estado destruyendo por sí mismo. El orden económico montado en los
años de la dictadura, y que fue impuesto sin posibilidad de disentir, perdura,
a mi juicio, hasta hoy, con leves modificaciones que no han cambiado su base:
la codicia, es decir, el deseo de acumular bienes. Una base que se ha ido
haciendo valor cultural supremo, aceptado por las grandes mayorías. Se da, me
parece, en dos formas diferentes. En las poquísimas personas que se sitúan en
las capas que tienen el poder económico, la codicia se presenta como
acumulación insaciable de capital; en gran parte de la masa, como insaciable
deseo de consumir. La 1ª carta a Timoteo tiene esta frase lapidaria: “La
codicia [literalmente: el amor a la plata] es la raíz de todos los males” (1Tim
6,10). Antes, Jesús ya nos había puesto en guardia: “No se puede servir a dos
señores... no se puede servir a Dios y a Mamón [el ídolo que representa el
dinero]” (Mt 6,24 y Lc 16,13).
Es la
codicia lo que está destruyendo el planeta, la vida familiar, la vida social.
Es la codicia la causa de la creciente corrupción. Pareciera que todos queremos
tener más, consumir más, seguir acumulando capital. No hay salida, creo, si no
tratamos, cada uno, de arrancar de nuestra vida esta raíz perversa que es la
codicia, que todo lo pervierte, para dejar que reine el Dios-Amor en nuestro
corazón, porque es sólo ese amor el que nos permitirá tener la lucidez y la
fuerza para crear comunidades –familia, grupos de amistades, iglesias, partidos
políticos, etc.– que vivan centradas en valores humanos y humanizadores como el
respeto a la dignidad de cada persona, el cuidado de la naturaleza, el
servicio; finalmente, centradas en el amor en su infinidad de formas.
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