Damián: reparación y adoración
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Damián no era un sacerdote aséptico,
era un hombre, a la vez tierno y recio,
era un hombre, a la vez tierno y recio,
que imprimió la huella de sus botas en el lodo de la
historia.
P. Hubert Lanssiers, ss.cc.
“Damián mismo es un milagro”, dijo Teresa de Calcuta. No es posible
descubrir la historia de Damián sin conmoverse hasta las entrañas. No es
posible tocar sus manos tan heridas por la lepra y quedarnos indiferentes ante
el sufrimiento de los pobres. No es posible mirar su rostro desfigurado como el
Crucificado, sin atisbar el pozo espiritual de su amor hasta el extremo. Damián
inspira, inquieta, interpela…
La
comunión de destino con el Maestro
La historia de Damián en la isla de
Molokai puede ser vista como un paradigma de la fecunda relación entre la reparación
y la adoración en nuestra tradición espiritual. Casi espontáneamente evoco el ora et labora de san Benito, el padre de
nuestra regla de vida. En el retiro anual de mi provincia, una benedictina nos
decía, usando las metáforas del alma y del cuerpo: “el alma de mi trabajo es la
oración, el cuerpo de mi oración es el trabajo”. Al respecto, me llama la
atención lo que Damián escribió en una de sus cartas, cuando trabajaba como
sacerdote joven en Kohala.
“Desgraciadamente, ¿qué es la vida del misionero sino un tejido de
penas y miserias? Uno se pasa todo el tiempo en ingratas tareas como Marta y
está muy poco tiempo a los pies del Señor como María Magdalena. ¡Felices los
misioneros que solo tienen que ocuparse de su ministerio! Nosotros, en cambio,
tenemos que ocuparnos de los aspectos materiales de nuestros puestos de misión,
cosa que nos causa muchas preocupaciones…” (24.Octubre.1865).
No cabe duda de que Damián hizo un
camino de conversión siendo misionero en Hawái. Damián no solo tuvo que vencer
sus prejuicios sobre la salud, la conducta sexual y las creencias religiosas de
los hawaianos, sino que también se enfrentó con su propio genio. Un árbol es el
símbolo de su recorrido. Las primeras noches en Kalawao durmió bajo un pandano
porque no podía evitar sentir repugnancia por los habitantes de la isla; dieciséis
años más tarde sería enterrado bajo el mismo árbol, como señal de su deseo de
quedarse para siempre con sus entrañables leprosos.
Tremelo |
Digo todo esto porque me parece que
Damián aprendió también a integrar tanto el trabajo como la oración en su
ministerio; siguiendo su lectura alegórica diríamos que comprendió
vivencialmente que en definitiva Marta y María son una sola: “como tengo a nuestro
Señor cerca de mí, siempre estoy alegre y contento, y trabajo con entusiasmo
por la felicidad de mis queridos leprosos” (08.Diciembre.1881).
En realidad cuando hablo de
reparación y adoración pretendo llamar la atención acerca de un aspecto clave
de nuestra identidad religiosa. La vinculación estrecha entre trabajo y oración
aparece en toda su plenitud en las cartas de Damián; como en aquella que escribe
cuando la lepra comenzaba a atacar su cuerpo: “sin la presencia constante de
nuestro divino Maestro en mi pobre capilla, nunca habría podido perseverar en
la unión de mi destino al de los leprosos de Molokai” (26.Agosto.1886). La
comunión de destino con el Maestro es comunión de destino con los leprosos.
Me he
hecho leprosos con los leprosos
Bastaría comparar las referencias a
la reparación en el capítulo preliminar (1817) con el capítulo primero (1990)
de las Constituciones para darse cuenta de la evolución. En el capítulo
preliminar se habla de la adoración del Santísimo como forma de reparar “las
injurias hechas a los Sagrados Corazones de Jesús y de María por los
innumerables crímenes de los pecadores” (art. 3). En cambio en el capítulo
primero se habla más bien de la reparación como comunión con Jesús en la
identificación con su actitud reparadora y en la colaboración con quienes
trabajan por construir un mundo de justicia y de amor, signo del reino de Dios
(cf. art. 4). Digamos que el sentido de la reparación se explicita como
servicio al cuerpo herido de Cristo en el mundo.
En realidad, un repaso a la historia
de la reparación permite apreciar sus aristas. Es el caso de los padres de la
Iglesia, quienes presentan la reparación como la acción de Cristo para
restaurar la imagen de Dios en el ser humano. Más tarde se destacará que el
cristiano es invitado a participar de la obra reparadora de Jesús en la Iglesia
y el mundo. Las palabras del Crucifijo de San Damián: “Francisco, repara mi
Iglesia”, hicieron que el Pobre de Asís uniera su corazón a la pasión del Señor,
abriéndose la herida del amor que se hará visible en los estigmas al final de
su vida.
En su libro “Reparar el mundo”, el
rabino Emil Ludwig Fackenheim subraya que el acontecimiento inexplicable del
Holocausto (con sus seis millones de muertos judíos) es no solo una piedra de
escándalo para el mundo contemporáneo, sino también el lugar originario y
originante de una humanidad nueva que solo puede pervivir reconciliándose
consigo misma y con el propio Dios. El rito de Tikkun hatzot rememora que el llanto de Dios a la medianoche por
sus hijos muertos es el despertar de la comunidad para reparar lo que está roto
en la tierra. En alusión a la tarea divino-humana de “reparar el mundo” (tikkun olam), el autor dice que la reparación
es el fundamento del presente y del futuro. No deja de sorprender el potencial
semántico que posee el simbolismo de la reparación para la recuperación de las
víctimas en el mundo.
La parábola viva de Damián es una
participación en la obra reparadora de Jesús. Los enfermos de lepra que habían
sido capturados y recluidos en Molokai llegaron a ser la pasión de su vida. En
su primer año en la isla escribió que se había hecho leproso con los leprosos;
el último año de su vida dirá que muere de la misma manera y de la misma
enfermedad que sus ovejas en aflicción (1889). Damián se preocupó de que sus
amigos tuvieran vivienda, dignidad, comida, alegría, vestido, consuelo y
sepultura; su presencia es signo de que Dios no se ha olvidado de los pobres.
Al respecto el papa Francisco ha
recordado que cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para
discernir si había corrido en vano (Ga 2, 2), el criterio clave de autenticidad
que recibió consistía en que no se olvidara de los pobres (Ga 2, 10). Este
criterio que sirvió también para que las comunidades paulinas no se dejaran
devorar por el estilo de vida individualista de los paganos, tiene enorme
validez en nuestros tiempos. El Papa dice que “la belleza misma del Evangelio
no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo
que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad
descarta y desecha” (Evangelii gaudium,
n. 195). ¡La belleza del Evangelio resplandeció en Molokai!
Sin
el Santísimo yo no hubiera podido
Entiendo que en las Constituciones
la adoración está caracterizada al menos por tres elementos esenciales: eucaristía,
comunión y reparación. Podría parecer obvio que la adoración es eucarística; no
obstante, precisamente un modo de evitar su deformación es reubicarla siempre
en su humus eucarístico. Las
Constituciones dicen que en nuestra vida religiosa apostólica “la adoración se
enraíza en la celebración de la Eucaristía y es un tiempo de contemplación con
Jesús resucitado” (art. 53). La adoración no se reduce a una devoción privada
sino que se orienta al cuerpo místico de Cristo.
La médula de la adoración consiste
en que entramos en comunión con Jesús, que participamos de sus sentimientos
ante el Padre y ante el mundo (cf. art. 5). La adoración es una parte esencial
de la herencia de nuestra Congregación y de su misión reparadora en la Iglesia justamente
porque nuestra reparación es comunión con Jesús, es participar de la misión de
Jesús resucitado que nos envía a anunciar la buena noticia, es reconocer
nuestra condición de pecadores, es sentirnos solidarios con las víctimas de la
inequidad y la violencia, es colaborar para construir un mundo de justicia y de
armonía. Cada vez que nos sentamos a los pies del Señor se dilata nuestro
corazón, para hacer nuestras las actitudes que lo llevaron a tener su corazón
traspasado en la cruz.
Hemos visto cómo Damián reconoce que
sin la presencia de Cristo en su capilla no hubiera podido unir su propio destino
al destino de sus leprosos. En otra de sus cartas señaló: “sin el Santísimo Sacramento
una situación como la mía no se podría aguantar” (08.Diciembre.1881). Delante
del Santísimo se sabe reparado por la presencia de Jesús, aceptando las
consecuencias de su servicio en su propia carne con el estigma de la lepra: “es
al pie del altar donde con frecuencia me confieso y donde busco alivio a mis
penas” (26.Noviembre.1885).
Resulta oportuno enfatizar que
Damián transmitió la práctica de la adoración en Molokai. En una carta comunica
al superior general que se ha establecido la adoración perpetua en las capillas
de la leprosería: “es verdad que resulta bastante difícil mantener la
continuidad de las horas ya que las enfermedades impiden a veces a los miembros
de la Adoración venir a la iglesia la media hora; sin embargo, resulta
edificante verles en adoración, a la hora que les corresponde, en el lecho del
dolor de sus humildes cabañas” (04.Febrero.1879). De hecho, esta práctica en
Molokai es un hermoso ejemplo de cómo la adoración eucarística sigue el doble
movimiento del amar y ser amados: ser reparados para reparar el mundo desde el
amor de Dios encarnado en Jesús.
El relato evangélico de Damián se
traduce en la llamada a redescubrir el valor de la adoración reparadora en
nuestra vida. Muchas veces hemos acumulado motivos para sospechar de la
deformación “cosista” de la eucaristía y la adoración. Al mismo tiempo, navegamos
en una época propicia para recuperar el sentido de la adoración. Felizmente
podemos contar con el testimonio radical de Damián, que tendría que ser releído
a la luz de la buena teología de nuestras Constituciones. Recientemente se nos ha
recordado que somos ministros de la
adoración reparadora (38° Capítulo General).
DAMIEN : REPARATION ET ADORATION
« Damien n’était pas un
prêtre « aseptisé ».
C’était un homme, à la fois tendre et rude,
dont les pas marquèrent de leur empreinte
les chemins boueux de l’Histoire !»
C’était un homme, à la fois tendre et rude,
dont les pas marquèrent de leur empreinte
les chemins boueux de l’Histoire !»
P.Hubert Lanssiers,sscc
« Damien lui-même est un miracle », disait Mère Térésa de Calcutta. On ne peut découvrir l’histoire de Damien sans être ému
jusqu’aux larmes. On ne peut prendre ses mains blessées par la lèpre sans être
touchés par la souffrance des pauvres. On ne peut regarder son visage défiguré comme celui du Crucifié, sans entrevoir la profondeur spirituelle de son amour jusqu’à l’extrême. Damien
inspire, Damien inquiète, Damien interpelle…
Communion de destin avec le Maître
La vie de Damien
sur l’ile de Molokai peut être considérée comme un modèle parfait de fécondité
profonde entre la réparation et l’adoration, dans notre tradition
spirituelle. Presque spontanément cela
m’évoque le «ora et labora » de Saint Benoit, le père de notre règle de
vie. Durant la retraite annuelle de ma
province, une sœur bénédictine nous disait, utilisant les métaphores de l’âme
et du corps : « l’âme de mon travail c’est la prière, le corps de ma
prière c’est le travail ». A ce sujet, me vient à l’esprit ce que Damien écrivit dans une de ses lettres,
quand il travaillait comme jeune prêtre à Kohala :
« Hélas, qu’est la vie du missionnaire ? ce n’est qu’un tissu de peines et de misères. On passe
tout son temps à accomplir des tâches ingrates comme Marthe et très peu de
temps aux pieds du Seigneur comme Marie Magdeleine. Heureux les
missionnaires qui n’ont qu’à s’occuper de leur ministère ! Nous, au
contraire, nous avons à nous occuper de tous les aspects matériels de nos
postes de mission, occupations qui nous causent beaucoup de soucis… » (24
octobre 1865)
Il est certain
que le P. Damien fit un chemin de conversion quand il fut missionnaire aux
Hawaï. Damien non seulement eut à dépasser ses préjugés sur la santé, les
comportements sexuels et les
croyances religieuses des hawaïens, mais
il eut aussi à affronter son propre caractère.
Un arbre est le
symbole de son parcours. Les premières nuits à Kalawao , il dormit sous un
pandanus parce qu’il ne pouvait s’empêcher
de ressentir du dégoût
pour les habitants de l’île ;
seize années plus tard il sera enterré sous le même arbre, comme signe de son
désir de rester pour toujours auprès de ses chers lépreux.
Je dis tout cela
parce qu’il me semble que Damien apprit aussi à intégrer le travail comme la
prière dans son ministère ; en continuant
la lecture allégorique de sa vie, nous dirions que, en définitive, dans
le vécu quotidien, il comprit que Marie
et Marthe ne sont qu’une seule et même personne. « Comme j’ai le Seigneur
près de moi, je suis toujours joyeux et content, et je travaille avec enthousiasme
pour le bonheur de mes chers lépreux. » (8 décembre 1881)
De fait quand je
parle de réparation et d’adoration, je veux attirer l’attention sur un point
clé de notre identité religieuse. Le
lien étroit entre travail et prière apparait en
pleine lumière dans les lettres de Damien ; comme celle où il écrivit, quand la lèpre commençait
à ronger son corps : « Sans la présence permanente de notre
Divin Maître dans ma pauvre chapelle, jamais je n’aurais pu continuer à lier
mon destin à celui des lépreux de Molokai » (26 août 1886) La communion de
destin avec le Maître est communion de destin avec les lépreux.
Je me suis fais lépreux avec les
lépreux
Il suffirait de
comparer les références sur le sens de la réparation dans le chapitre
préliminaire (1817) avec celles du premier chapitre (1990) des Constitutions, pour
se rendre compte de son évolution. Dans
le chapitre préliminaire il est question d’adoration du Saint Sacrement comme
manière de réparer « les injures faites aux Sacrés Cœurs de Jésus et de
Marie par les innombrables crimes des
pécheurs » (art.3). Par contre dans le premier chapitre, on parle plutôt de la réparation en communion
avec Jésus , en s’identifiant à lui dans son attitude réparatrice et en collaborant avec ceux qui travaillent à construire un
monde de justice et d’amour, signe du Royaume de Dieu ( cf.art.4). Disons que le sens
de la réparation s’entend comme service au Corps blessé du Christ présent dans
le monde.
En réalité, un
regard sur l’histoire de la réparation permet d’en relever les divers aspects.
D’abord les Pères de l’Eglise présentent la réparation comme l’action du Christ
restaurant l’image de Dieu dans la personne humaine. Plus tard on soulignera
que le chrétien est invité à participer à l’œuvre réparatrice de Jésus dans
l’Eglise et le monde. Les paroles du Crucifix de San Damiano : « François
répare mon église ! » poussèrent
le pauvre d’Assise à unir son cœur à la passion du Seigneur, lui ouvrant la blessure de son amour qui deviendra visible dans ses
stigmates à la fin de sa vie.
Dans son livre
« Réparer le monde », le Rabin Emil Ludwig Fackenheim souligne que l’évènement incroyable de
l’holocauste (avec six millions de juifs morts !) est non seulement un
scandale pour le monde contemporain, mais bien l’origine d’une humanité nouvelle qui ne survivra qu’en se réconciliant avec elle-même
et avec son Dieu. Le rite de « Tikkun hatzot » rappelle que
le cri de douleur de Dieu, à minuit, pour ses fils morts, est le réveil de la
communauté pour réparer ce qui a été brisé sur terre. En faisant allusion à la
tâche divino-humaine de « réparer le monde (tihhun olam), l’auteur dit que la réparation est le fondement du
présent et du futur. On ne peut qu’être surpris par le potentiel sémantique que
contient le symbolisme de la réparation pour le rachat des victimes dans le
monde.
La parabole
vivante de Damien est une participation à l’œuvre réparatrice de Jésus. Les
malades de la lèpre qui avaient été enlevés puis enfermés à Molokai, devinrent la passion
de sa vie. La première année de sa présence sur l’île, il écrivit qu’il s’était
fait lépreux avec les lépreux ; la dernière année de sa vie il dira qu’il
meurt de la même manière et de la même mort que ses brebis dans le malheur.
(1889) Damien travailla sans relâche pour que ses amis aient maison, dignité, nourriture, joie, vêtements,
réconfort et sépulture : sa
présence est signe que Dieu n’a pas oublié les pauvres.
A ce sujet, le
pape François rappelle que quand Paul alla
rencontrer les Apôtres à Jérusalem pour
vérifier s’il n’avait pas œuvré en vain (Ga 2,2), il reçut comme critère de
l’authenticité de son ministère son choix prioritaire pour les pauvres (Ga 2,10).
Ce critère, qui servit également pour que les communautés pauliniennes ne se
laissent pas envahir par le style de vie individualiste des païens, est pour
nous aussi, aujourd’hui, d’une grande importance. Le pape dit que
« la beauté de l’Evangile ne peut pas toujours être manifestée
adéquatement, mais nous devons toujours manifester ce signe : l’option
pour les derniers, pour ceux que la société rejette et met de côté » (Evangelii gaudiuun, n°195) La beauté de
l’Evangile resplendît à Molokai !
Sans le Saint Sacrement, je
n’aurais pas pu !
Je comprends que
dans les Constitutions, l’adoration soit caractérisée au moins par trois éléments
essentiels : l’Eucharistie, la communion et la réparation. Il pourrait
paraitre évident que l’adoration est
eucharistique ; cependant c’est une manière importante d’éviter sa
déformation, que de la resituer toujours dans son sillon eucharistique. Les
Constitutions disent que dans notre vie religieuse apostolique, «
l’adoration s’enracine dans la célébration de l’Eucharistie et qu’elle est un
temps de contemplation avec Jésus ressuscité » (art. 53) L’adoration ne se
réduit pas à une dévotion privée ; elle est orientation vers le Corps
mystique du Christ.
Le point central
de l’adoration consiste à entrer en communion avec Jésus, à participer à ses
sentiments devant le Père et devant le monde (cf.art.5) L’adoration est un héritage
essentiel de notre congrégation et de sa
mission réparatrice dans l’Eglise, justement parce que notre réparation est
communion avec Jésus. L’adoration c’est : participer à la mission de Jésus
ressuscité qui nous envoie annoncer la bonne nouvelle, reconnaitre notre condition de pécheurs, nous
sentir solidaires des victimes de l’iniquité, de la violence, collaborer à la
construction d’un monde juste et harmonieux. Chaque fois que nous nous asseyons aux pieds
du Seigneur, notre cœur se dilate pour
faire nôtres les attitudes qui le conduisirent jusqu’au Cœur transpercé sur la croix.
Nous avons vu
comment Damien reconnait que sans la présence du Christ dans sa chapelle il
n’aurait pu unir son propre destin à
celui des ses lépreux. Dans une autre de ses lettres, il signale : « Sans le
Saint Sacrement une situation comme la mienne serait intenable » (8 déc.1881)
Devant le Saint Sacrement il se sait
guéri par la présence de Jésus, acceptant les conséquences de son dévouement en
sa propre chair, avec les stigmates de la lèpre. « C’est au pied de
l’autel que souvent je me confesse et là où je cherche soutien dans mes
peines » (26 nov. 1885)
Il est
intéressant de souligner que Damien transmit la pratique de l’adoration à Molokai.
Dans une lettre il signale au Supérieur Général comment l’adoration perpétuelle
s’est organisée dans la chapelle de la léproserie : « Il est vrai
qu’il est assez difficile d’établir la continuité des heures car les infirmités
empêchent parfois les membres de l’Adoration de venir à l’Eglise une demie
heure ; cependant, il est édifiant de les voir en adoration, à l’heure qui
leur correspond, dans le lit de douleur de leurs humbles cabanes » (4 févr.
1879) De fait, cette pratique à Molokai est un bel exemple de la façon dont l’adoration
eucharistique accomplit, dans un même geste, ce double mouvement: celui d’aimer et d’être aimé ; être guéris (réparés)
pour réparer le monde à partir de l’amour de Dieu incarné en Jésus.
Le récit évangélique
de Damien nous conduit à redécouvrir l’importance
de l’adoration réparatrice en notre vie. Parfois dans le passé nous avons
cherché des raisons pour déprécier ou
remettre en question le sens de l’adoration
et de l’eucharistie. Aujourd’hui, nous entrons en un temps favorable pour récupérer le sens de l’adoration.
Heureusement nous pouvons compter sur le témoignage radical de Damien qu’il
vaudrait la peine de relire à la lumière d’une bonne théologie de nos
Constitutions. Récemment il nous a été rappelé que nous sommes ministres de l’adoration réparatrice (38° Chapitre général)
Damien: Reparation and Adoration
Damien was not an emotionless priest;
he
was human, at once tender and tough,
who left the prints of his boots in history.
who left the prints of his boots in history.
P.
Hubert Lanssiers, ss.cc.
“Damien is a miracle,” said Theresa
of Calcutta. It is not possible to
discover the history of Damien without being moved to your very depths. It is not possible to touch his leprous hands
covered with wounds and remain indifferent before the suffering of the poor. It is not possible to look upon his disfigured
face like that of the Crucified, without a glimpse of the spiritual depth of
his extreme love. Damien inspires,
disturbs, challenges…
Destined
to communion with the Master
The history of
Damien on the Island of Molokai can be seen as a paradigm of the fruitful
relationship between reparation and adoration in our spiritual tradition. It almost spontaneously evokes the “to work and to pray” of Saint Benedict,
the father of our Rule of Life. In the
annual retreat of my province, a Benedictine said, using the metaphors of the
soul and the body: “the soul of my work is prayer, the body of my prayer is
work”. In this regard I am struck by
what Damien wrote in one of his letters when he worked as a young priest in Kohala.
“Unfortunately,
what is missionary life if not a fabric of pain and misery? One spends all of his time in menial tasks
like Martha and has very little time to sit at the feet of the Lord like Mary
Magdalene. Happy those missionaries who
have to deal only with ministry! We,
however, have to deal with the material aspects of our mission stations,
something that causes us much preoccupation…” (24 October 1865)
There is no doubt that Damien made a
journey of conversion as a missionary in Hawaii. Damien not only had to overcome his prejudices
about health, the sexual conduct and the religious beliefs of the Hawaiians,
but also to confront his own conceptions. A tree is a symbol of his journey. He spent the first nights in Kalawao sleeping
under a pandanas tree because he could not avoid his repugnance for the
inhabitants of the island. Sixteen years
later he would be buried beneath this same tree, as a sign of his desire to
remain forever with his beloved lepers.
I say all of this because Damien
learned how to integrate work and prayer in his ministry; following his
allegorical daily reading in which he experientially understood that Martha and
Mary are one person: “as I have our Lord near me, I am always happy and
content, and I work with enthusiasm for the happiness of my dear lepers.” (December 8 1881)
Actually when I speak of reparation
and adoration, I intend to draw attention to a key aspect of our religious
identity. The close link between work and prayer appears in its fullness in the
letters of Damian. He writes that when
leprosy began to attack his body, "without the constant presence of our
Divine Master in my poor chapel I could never persevere in joining my fate to
the lepers of Molokai" (26.Agosto. 1886). Communion with the Master is
destined to communion with the lepers.
I
made myself a leper with the lepers
It
suffices to compare references of reparation in the preliminary chapter (1817)
with the first chapter (1990) of the Constitutions to realize the evolution.
The preliminary chapter discusses Eucharistic adoration as a form of redressing
“the injuries done to the Sacred Hearts of Jesus and Mary by the countless
crimes of sinners” (art. 3). However, the first chapter speaks of reparation as communion
with Jesus in his identification with a reparative
attitude and collaboration with those working to build a world of justice and
love, a sign of the kingdom of God (cf. art . 4). We say that the sense of reparation
is made explicit as service to the wounded body of Christ in the world.
In
fact, a review of the history of reparation permits us to appreciate its
parameters. This is the case of the
Church Fathers, who present reparation as the action of Christ to restore the
image of God in man. Much later spirituality would highlight that the Christian
is invited to participate in the restorative work of Jesus in the Church and
the world. The words of the Crucifix of San Damiano, “Francis, repair my
Church," made the Poor Man of Assisi join his heart to the Lord's
passion, opening the wound of love that would be visible in the stigmata at the
end of his life.
In his book "To Repair the
World," Rabbi Emil Ludwig Fackenheim stressed that the unexplained event
of the Holocaust (which killed six million Jews) is not only a stumbling block
for the contemporary world, but also the original location and originator of a
new humanity that can only survive by reconciling itself with God. The rite of Tikkun hatzot recalling the tears of God
at midnight for his dead children is the awakening of the community to repair
what is broken in the world. In reference to the divine-human work to "repair
the world" (tikkun olam), the
author says that reparation is the foundation of the present and future. One
need not be surprised at the semantic potential of the symbolism of reparation
for the healing of the victims in the world.
The
living parable of Damien is a participation in the reparative work of Jesus.
Leprosy patients who had been captured and held captive in Molokai became the
passion of his life. In his first year on the island he writes that he made
himself a leper with the lepers; in the last year of his life he says he dies
in the same manner and with the same disease as his sheep in distress (1889).
Damien was concerned that his friends had housing, dignity, food, joy, clothing,
comfort and burial. His presence is a
sign that God has not forgotten the poor.
Pope Francis recalled that “When Saint Paul
approached the apostles in Jerusalem to discern whether he was ‘running or had
run in vain’ (Gal 2:2),
the key criterion of authenticity which they presented was that he should not
forget the poor (cf. Gal 2:10). This important principle,
namely that the Pauline communities should not succumb to the self-centred
lifestyle of the pagans, remains timely today, when a new self-centred paganism
is growing. We may not always be able to reflect adequately the beauty of the
Gospel, but there is one sign which we should never lack: the option for those
who are least, those whom society discards.” (Evangelii Gaudium, n. 195) The beauty of
the Gospel shone in Molokai!
Without the Blessed Sacrament I would
not be able
I
understand that in the Constitutions adoration is characterized by at least
three essential elements: Eucharist, communion and reparation. It might seem
obvious that adoration is Eucharistic; however, a way to precisely avoid its
deformation is always to relocate it in the humus of the Eucharist. The
Constitutions say that in our apostolic religious life “adoration is rooted in
the celebration of the Eucharist. It is a time for contemplation with the Risen
Jesus…” (art. 53). Adoration is not reduced to a private devotion but is
oriented to the mystical body of Christ.
The
heart of adoration consists in entering into communion with Jesus; we participate
in his sentiments before the Father and the world (cf. art. 5). Adoration is an
essential part of the heritage of our Congregation and its reparative mission
in the Church precisely because our reparation is communion with Jesus, participation
in the mission of the risen Jesus who sends us to proclaim the good news, recognition
of our condition as sinners, solidarity with the victims of inequality and
violence, and collaboration in building a world of justice and harmony. Every
time we sit at the feet of the Lord our hearts expand, and we make our own the
attitudes that led him to have his heart pierced on the cross.
We
have seen how Damien acknowledges that without the presence of Christ in his
chapel he could not unite his own fate to the fate of his lepers. In another letter
he said: "Without the Blessed Sacrament a position like mine could not be
endured” (December 8, 1881). Before Jesus present in the Blessed he knew how to
repair, to accept the consequences of his service in his own flesh, the stigma
of leprosy, “it is at foot of the altar where I frequently confess and where I
seek relief from my pains” (November 26, 1885).
It is
appropriate to emphasize that Damian established the practice of adoration in Molokai.
In a letter to the Superior General he states that perpetual adoration is
established in the chapel of the lepers: "it is true that it is quite
difficult to maintain continuity in the hours since disease sometimes prevents
members of the Adoration to come to church for half an hour; however, it is
edifying to see them, at their corresponding hour, at adoration on their
sickbeds in their humble cottages" (February 4, 1879). In fact, this practice in Molokai is a
beautiful example of Eucharistic adoration in the double movement of loving and
being loved, of being repairers of the world from the love of God incarnate in
Jesus.
The
evangelical story of Damien results in the call to rediscover the value of
reparative adoration in our lives. Many times we have accumulated motives for
suspecting the deformation of the Eucharist and adoration taking them just as a
“thing”. At the same time, we are living in a favorable time to recover the
meaning of adoration. Fortunately we have the radical testimony of Damien,
which would have to be re-read in the light of the good theology of our Constitutions.
Recently we have been reminded that we are
ministers of reparative adoration. ( 38 ° Chapter General) .
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