Sunday, April 27, 2014

Adoración reparadora y seguimiento de Jesús


José Rodrigo Alcántara ss.cc., de México, estudiannte en Munster (Alemania).
                                                                                                                                                              Español / Français

Adorar, adentrarse en ese tiempo sin tiempo en el que todo nuestro pasado y nuestro presenten se conjugan para hacernos escuchar una y otra vez el eco del ven y sígueme!, es un ministerio que requiere siempre ser ejercido a la luz de la vida de los pueblos donde estamos. Esto no por mero principio socio-eclesial, sino porque adoramos en el contexto de nuestra misión. Es así que adorar es parte de nuestra misión. Es un momento en que renovamos nuestro envío a anunciar la buena noticia del Reino.
  
En la tradición de nuestra congregación se ha insistido, con justificada razón, en el carácter reparador de la adoración. Es en este punto donde quiero colocar el acento. Para ello retomo una de las recomendaciones del Buen Padre sobre la adoración y algunos fragmentos del poema inspirado en Juan 20,11-17, del poeta mexicano Javier Sicilia.

El Buen Padre le recordaba a una hermana que la adoración salió del Corazón mismo de Jesús traspasado en la Cruz después de su muerte. Y ese Corazón traspasado permanece siempre abierto para ser, en cada momento de nuestra vida, un lugar de refugio y de perdón para nuestras faltas, de consuelo en nuestras penas, de valentía en la debilidad, un asilo de paz en nuestras confusiones y miedos, en fin, nuestra esperanza a la hora de la muerte.

Si como dice el Buen Padre, esta adoración nace del Corazón del traspasado, la adoración, entonces, nace de la entrega de la vida. No está de modo alguno desconectada de nuestra acción en favor de los otros. Ella forma parte de ese deseo ardiente de ver ya en el mundo el fuego de Dios que todo lo transforma (cf. Lc 12,49). Pero eso requiere la decisión siempre renovada de seguir a Jesús. Requiere seguirlo hasta el calvario. Son los que siguieron a Jesús hasta el calvario los que contemplaron al traspasado.   

Por otra parte, el/la discípulo/a seguirá en esa búsqueda incesante de Su amor, porque sabe que solo allí encuentra paz, consuelo, descanso, y sin duda también valentía y esperanza. ¿No es esto lo que una gran parte de la humanidad busca con insistencia? ¿Cuántas de las personas que conocemos en nuestros apostolados, o en la propia familia, o que encontramos en el camino, están tan deseosas de un momento de descanso, recogimiento, paz y reconciliación? Y aún más, ¿cuántos de nosotros – siervos inútiles – anhelamos desde lo más profundo de nuestros abismos una pequeña luz de esperanza?

En estos tiempos de activismo, de competencia,  de luchas de poder, de incerteza, de violencia brutal, de falta de sentido y esperanza, practicar la adoración con la conciencia de que llevamos ante Él las penas personales y sociales, es sin duda un acto de amor y de solidaridad. De amor, porque allí no sólo contemplamos al amor, sino que también experimentamos la fuerza de su amor. Y de solidaridad, porque la solidaridad nace en ese momento en que descubrimos que Él, en cada una de sus acciones, se hizo solidario con nosotros hasta el extremo; y nace en nosotros la urgencia de propagar ese acto en este mundo herido.

¿Cómo sucede esto? No hay otra razón que el saberse inmensamente amado. Lo explico. Los que contemplaron la injusticia de la crucifixión fueron los primeros que contemplaron los signos de la presencia discreta y escondida de su amado amigo y maestro. En esos momentos de búsqueda e intimidad con el amor, es decir, en ese momento, en el que nos acercamos tímidamente a pedirle su ayuda, a ofrecerle nuestras incertezas y dolores, propios y de otros, en ese momento, Él vuelve a llamarnos por nuestro nombre y nos envía a los otros que son sus hermanos (cf. Jn 20,17). Ciertamente llegamos ante Él dispuestos a adorarlo en Espíritu y en verdad (Jn. 4,23); pero Él también, en su Hijo, nos contempla con profundo amor y nos hace descubrir otra realidad: me tomó de prisa / y todo se transformó en su nombre […] no sabía que el mundo fuera tan bello / ni yo tan amado. No como un acto de des-encarnación o des-historización (tentación tan presente en tiempos de conflicto). No. Sino porque mira nuestros cansancios, penas dudas, oscuridades, y nos auxilia en esos momentos en que nadie más nos puede asir, ni a nosotros ni a la humanidad, a descubrir que Él hace nuevas todas las cosas (Ap 21,5): ¿Quién es, / que a pesar del vacío, / del duro desconsuelo, / al decir mi nombre / regala un soplo en el aliento de las hojas / a mi cuerpo que siente imposible su regreso, / nocturna voz en la nocturna noche de la fe / […]?

El que adora  actualiza también en ese espacio-tiempo su misión de seguidor, de discípulo, de siervo y de amigo. La adoración repara porque en primera instancia somos nosotros reparados, porque frente a él descubrimos un poco más lo que somos nosotros mismos, lo que significa ser humano; pero ante todo, lo que significa ser amados en nuestros momentos de duda, soledad, angustia, debilidad, oscuridad y desasosiego: Debe ser él, / pues al volver la vista / he sentido la alegría de los que son contemplados[1].

¿No es esta también la experiencia de los santos, entre ellos la de nuestro hermano Damián, que sentía la cercanía de Cristo de manera singular en la Eucaristía y la adoración?
 





[1] J. Sicilia. Juan 20,11-17. In: La presencia desierta. FCE, México  2004. Pp. 199-201.


Adoration réparatrice et suivre Jésus

Adorer, pénétrer profondément en ce temps sans temps dans le quel  tout notre passé et notre présent se conjuguent pour nous faire écouter encore et encore en écho le : « Viens et suis-moi », c’est un ministère qui demande toujours d’être exercé à la lumière de la vie du monde où nous vivons. Ceci non par simple principe socio-ecclésial, mais bien parce que nous devons adorer dans le contexte même de notre mission.  C’est ainsi qu’adorer fait partie de notre mission. C’est un moment où nous renouvelons notre « envoi » pour annoncer la bonne nouvelle du Royaume.
Dans la tradition de notre congrégation on a insisté, et avec raison, sur le caractère réparateur de l’adoration. C’est sur ce point que je veux mettre l’accent. Pour cela je reprends une des recommandations du Bon Père sur l’adoration et quelques bribes du poème, inspiré par Jean 20,11-17, du poète mexicain Javier Sicilia.

Le Bon Père rappelait à une sœur que l’adoration jaillit du Cœur même de Jésus transpercé sur la Croix, dès après sa mort. Et ce Cœur transpercé demeure toujours ouvert pour être, à tout moment de notre vie, lieu de refuge et de pardon pour nos fautes, de consolation dans nos peines, de courage dans la fragilité,  havre de paix dans nos troubles et nos peurs, enfin ,  espérance à l’heure de la mort.

Si, comme dit le bon Père, cette adoration nait du Cœur transpercé, alors l’adoration, nait de l’offrande de sa vie. Elle n’est en aucune manière déconnectée de notre action en faveur des autres. Elle fait partie de ce désir ardent de voir déjà dans le monde le feu de Dieu  transformant tout. ( cf. Lc 12,49). Mais cela suppose la décision constamment  renouvelée de vouloir suivre Jésus. Le suivre jusqu’au calvaire. Ce sont ceux qui ont suivi Jésus jusqu’au calvaire qui ont contemplé le Transpercé.


D’autre part le disciple marchera dans une recherche continuelle de son Amour, parce qu’il sait que seulement là se trouve la paix, la consolation, le repos et sans doute aussi le courage et l’espérance. N’est –ce pas cela qu’une grande partie de l’humanité cherche constamment? Combien de personnes  que nous connaissons dans notre apostolat, dans notre propre famille ou que nous rencontrons en chemin,  ne sont-elles  désireuses de tels moments de repos, de recueillement, de paix, de réconciliation ? Et plus encore, combien d’entre  nous, serviteurs inutiles, n’aspirons-nous pas, du plus profond de notre être, à  une petite lueur d’espérance ?

En ces temps d’activisme, de compétition, de lutte pour le  pouvoir, d’incertitude, de violence brutale, de manque de sens et d’espérance, pratiquer l’adoration, où nous apportons devant Lui les peines personnelles et sociales, est sans aucun doute un acte d’amour et de solidarité. D’amour, parce que là, non seulement nous contemplons l’amour, mais aussi nous faisons l’expérience de la force de son amour. Et de solidarité, parce que la solidarité nait au moment où nous découvrons  que Lui, en chacune de ses actions, s’est fait solidaire de nous jusqu’à l’extrême ; ainsi nait en nous l’urgence de prolonger cette action, en notre monde blessé.

Comment cela arrive-t-il ? Il n’y a pas d’autre raison que celle de se savoir immensément aimé. Je m’explique. Ceux qui contemplèrent l’injustice de la crucifixion furent les premiers à contempler les signes de la présence discrète et cachée de leur cher ami et maître. En ces moments de recherche et d’intimité dans l’amour, c'est-à-dire en ces moments où nous nous approchons timidement pour lui demander aide,  lui offrir nos incertitudes et peines, les nôtres propres et celles des autres, en ces moments, Lui nous appelle à nouveau par notre nom et nous envoie vers les autres, ses frères.(cf. Jn 20,17). Sûrement nous nous approchons de lui disposés à l’adorer en Esprit et en vérité ( Jn 4,23) ; mais Lui aussi , en son Fils, nous contemple avec un amour profond et nous fait découvrir une autre réalité : Il me pris subitement/ et tout fut transformé en son nom [….] je ne savais pas que le onde était si beau/ ni moi autant aimé.  Non comme en un acte de désincarnation ou de des-historisation (tentation si fréquente en temps de conflit). Non ! Mais parce qu’il regarde nos fatigues, peines, doutes, obscurités et qu’il nous aide en ces moments où personne ne peut nous prendre par loa main, ni nous-mêmes, ni l’humanité, pour découvrir que Lui fait toutes choses nouvelles (Ap 21,5) : Qui est-il ? / Celui qui malgré le vide/ de la  dure affliction, en prononçant mon nom/ offre une pause dans le bruissement des feuilles  à mon corps qui pensait impossible son retour/ obscure voix dans l’obscure nuit de la foi [….] ?

Celui qui adore réalise  aussi en cet espace-temps sa mission de disciple, de serviteur, d’ami. L’adoration « répare » parce que en premier lieu, nous sommes « réparés », parce que, face à Lui nous découvrons un peu plus ce que nous sommes nous-mêmes, ce que signifie être humain ; mais avant tout, ce que signifie être aimé en nos moments de doute, de solitude, d’angoisse, de fragilité, d’obscurité et de trouble : Ce doit être lui,/ car en tournant mon regard/ j’ai senti la joie de ceux qui sont contemplés. (1)

N’est-ce pas cela aussi l’expérience des saints, et parmi eux celle de notre frère Damien, qui ressentait la proximité du Christ de manière particulière dans l’Eucharistie et l’adoration ?

[1] J. Sicilia. Juan 20,11-17. In: La presencia desierta. FCE, México  2004. Pp. 199-201.

No comments:

Post a Comment