Dam
Por Matías Valenzuela sscc, chileno, acabando sus estudios de licencia en Teología Espiritual en la Universidad Gregoriana de Roma.
En recuerdo de las personas fallecidas frente a las costas de Lampedusa el 3 de octubre del 2013.
Roma, 17 de diciembre de 2013.
“Su sangre será preciosa ante sus ojos” (Sal 72,14)
Tengo
la boca seca y el cuerpo muy débil. Hemos caminado muchos días a pleno sol,
aunque a veces hemos elegido caminar de noche para capear el calor y evitar la
deshidratación. Mi padre dice que ya vamos a llegar, pero a estas alturas mi
esperanza se ha debilitado mucho.
Hemos
visto cosas terribles en el camino como cuerpecitos de niños que fueron dejados
abandonados, porque ya no podían avanzar. Pienso en esas madres que los dejaron
para salvar al resto del grupo y la angustia que deben cargar en el corazón. La
verdad no, no me la puedo imaginar, debe ser un hoyo en el estómago o en el
pecho que nada lo va a poder cerrar.
La
tragedia es ingente, son miles de miles los que hemos tenido que dejar nuestras
casas por esta guerra que no termina y mientras tanto no hay comida, ni agua y las familias se separan y los niños
quedamos solos mientras los adultos van a buscar ayuda.
Todo es terrible.
Paso
mi lengua por la boca para humedecerla, pero no resulta; hasta mi lengua está
llena de polvo y no siento ni la saliva.
Si no tomo un sorbo de agua… no sé… no doy más… pero me esfuerzo… quiero seguir
adelante… no quiero morir en medio de esta nada… Salimos hace días del
campamento de refugiados de Dadaab, porque estaba sobrepoblado y no quedaba
alimento para nadie. Vamos hacia el mar con la idea de encontrar alguna
embarcación que nos permita cruzar a Europa, esa es nuestra esperanza. Ese es
nuestro anhelo. Porque aquí no vemos cómo seguir viviendo. Vamos junto a otras
familias, somos como veinte personas, yo voy con mi papá y otros familiares, mi
madre se quedó en Somalia con mi hermanito de dos años y con sus padres
ancianos, que no podían caminar y no los quiso dejar solos. No sé si algún día
la vuelva a ver, espero que sí. No lo sé.
Anoche...
por primera vez en la vida sangré desde la vagina... mi mamá me había hablado
de eso... y de que era el momento en que una niña pasaba a ser mujer... pero yo
no lo entendía... Ahora sí… estaba casi dormida… bajo las estrellas, cubierta
por una chaqueta de mi padre… hacía frío… el suelo era duro… mi almohada era
una piedra… y cuando me toqué y miré lo que tenía y vi el rojo de la sangre,
fue raro, porque primero me dieron muchas ganas de llorar... no estaba mi madre
para poder contarle... para poder llorar con ella por el paso tan grande que
estaba dando... me dio rabia, con la vida, con el mundo, con la guerra, con los
que nos separaron… me dio mucha rabia y mucha pena… no sabía que podía sentir
tanta pena… tenía unas tremendas ganas de gritar… Pero luego… sentí como una
fuerza interior… algo que fluía desde adentro… desde mi guata… y me dieron
ganas de reír… era inexplicable… pero fue así… y me pasé la sangre por la cara…,
porque sentí que estaba viva… que yo estaba aún viva... y que la sangre fluía desde
mi interior y por todo mi cuerpo… y que incluso si el Señor lo permitía alguna
vez yo podría engendrar vida… eso me llenó los pulmones de aire y de unas ganas
inmensas de vivir … y es eso lo que me hace caminar hoy día…
¡Llegamos!!
¡¡ El mar!!!
¡¡Miren!!!
Gritaban
los que iban más adelante. ¡Sí!!! ¡Vamos!!!
¡Eso!!! Y le tomé la mano a mi padre y se la apreté con toda mi fuerza y me
dieron ganas de morderlo de los puros nervios. ¡Sí!! Ahora yo también lo veía,
era el mar. ¡Mi mar, nuestro mar!!! El que nos llena la boca de risa y la
lengua de canciones, ese del que hablan los antiguos, los navegantes del Oriente,
los que iban hasta la China, los que comerciaban y a la vez transmitían la
cultura. ¡Sí!! El mar de los sueños y de las aventuras, el mar del horizonte ancho
que presagia el eterno más allá. Ese que nunca se acaba, donde encontraremos el
puerto definitivo. Del atardecer sin ocaso. ¡Cuánto queremos llegar y cuánto
queremos cruzarlo! Y beso a mi papá y lo
abrazo y le digo que lo amo y que no me quiero detener sino hasta llegar.
Quiero mojar mis pies que ya no siento, que me duelen, que están llenos de
ampollas y heridas, pero que el agua salada junto al ardor puede curar.
Y
así, alcanzamos la playa. Y dormimos en la orilla y unos pescadores nos
brindaron agua y también unas tortillas para que nos alimentáramos. Nada era
suficiente para calmar mi sed y a la vez todo era bastante, una gota ya era más
que mucho de lo que yo había soñado en el trayecto.
El
cielo con todos sus colores nos acompañó tanto en el atardecer como en el
amanecer y en la noche la multitud de estrellas me sonreía y yo le sonría a
ellas. Les decía que me contaran historias, que yo quería escucharlas todas,
que me imaginaba que Sherazade las había aprendido de ellas una a una cada
noche, para luego poder contárselas al rey y así salvar su vida y la de las
mujeres de su pueblo. Yo quería escucharlas y aprendérmelas. Era como si de las
estrellas surgieran ríos que saciaban mi alma. Eso era lo que yo más quería,
alimentar mi corazón, mi espíritu, era mi modo de prepararme para el viaje de
mañana. Y cuando digo de mañana, no me refiero sólo a un viaje de ensoñación,
sino al viaje concreto, que emprenderíamos y que todos decían que era muy
peligroso. Muchos no lo lograban, muchos no lo han logrado. Yo no sé nadar,
pero sé que quiero intentarlo…
Así
aprendí el nombre que muchos pronunciaban, Lampedusa, era como un nombre
mítico, todos querían llegar ahí, era una isla, yo ya quería llegar. Una isla
pequeñita donde viven italianos, pero que está tan cerca de África que todos
los que queremos cruzar nos dirigimos ahí, porque ahí ya estamos en suelo
europeo y eso suena a libertad, suena a posibilidades nuevas, a protección,
aunque puede que no sea tan así, no lo sé. ¡Quiero ir! ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero!!! ¡Sí!!! ¡Ahora!!! Me río pensando en lo
difícil que ha sido todo, pero a la vez, a lo acompañada que me he sentido.
Es
tan raro. No sé qué es. No sé si es mi imaginación, pero siento que en todo
momento hay compañía. Cuando partimos de casa me lancé a los pies de mi abuelo
y lo aferré como se abraza a un árbol del que uno no se quiere separar, porque
siente que ahí está la fuerza y el sostén de la vida. Mi abuelo a mí me daba mucha
seguridad, cuando él estaba cerca nadie peleaba y todos se trataban con mucho
respeto. Cuando él estaba mi papá no me gritaba, porque él le daba una sola
mirada y mi papá bajaba la cabeza. Era un poco solemne, pero a mí me
regaloneaba mucho. Y no me quería separar de él, sentía mucho miedo. Entonces
él se agachó, me hizo cariño en la cabeza y me dijo vas a estar bien, yo nunca
me separaré de ti. Estaré siempre dentro en ti, hasta más allá de todo. Y cada
día de mi vida en mi oración y en mi corazón tú estarás y yo encomendaré a
todos los ángeles que te protejan y que te muestren las luces que hay puestas
en el camino, esas que deberás seguir y que verás brillar.
No temas.
¡Shalom
para ti, Shalom para mí, Él te da el amor, Él te da la Paz, Shalom, Shalom! ¡El camino tú harás y en tu dentro yo estaré
sonriendo cada día! ¡Vamos!!
Y
así mi papá me pudo llevar con él, pero sólo después de que yo le diera a mi
abuelo un beso en su mejilla y le apretara la cabeza con mis manos y le
arrancara incluso unos pelos que todavía llevo en mi libreta de viaje. A él le
dolió ese gesto mío, tan brutal, pero yo no podía no llevarme algo físico de
él, es que soy menos espiritual que él todavía. Pero sí, lo siento en mí y no
he estado sola. Eso es muy raro. Pero así ha sido.
Finalmente llegó el día de la
partida...
¡El día del zarpe!
Éramos
500 personas en la playa y nos subiríamos a un barco en el que no cabíamos
todos. Muchos debíamos ir en la cubierta y otros muchos en una bodega. Yo le
dije a mi papá que prefería ir arriba, porque necesitaba ver la luz y sentir el
aire, si no me iba a morir de miedo y de pena en el estómago de esa ‘ballena’.
Yo necesitaba ver el sol y así mantener la esperanza viva de que podíamos
llegar. Entonces mi papá me miró a los ojos y me dijo: el Sol está en tu
corazón. Y le tomé la mano y no se la solté, se la apretaba con mucha fuerza.
La
idea de subir al barco me llenaba de esperanza, pero cuando llegaron los
hombres que “mandaban”, se me revolvió la guata. Eran brutales y lo único que
querían era dinero. A todos los amenazaban con dejarlos en la playa si no
tenían para pagar. Se reían de nosotros y se aprovechaban, porque sabían que
estábamos completamente en su merced. Ellos tenían armas y vehículos. Nosotros
no teníamos ni para comer y la opción era morir en el desierto o en sus manos.
Éramos impotentes ante ellos. Pero a mí se me juntaba el miedo con una rabia
enorme. Desde adentro. La injusticia que veía hacía que hirviera mi sangre.
Las
mujeres que no podían pagar eran llevadas a una tienda y volvían destrozadas y
algunas no volvían más. A los jóvenes los torturaban con electricidad delante
de todos. Lo que querían era amedrentar, destrozar la moral y así sacarnos
dinero. Pero no sólo era eso, había un sadismo, había maldad. Era como si en
nosotros descargaran un desprecio humano ancestral. Era como si hundieran sus
dientes en nuestra carne para hacerla sangrar y así saciar su hambre de
crueldad. Comencé a horrorizarme y a
pensar que no saldríamos de aquí. Me
pegaba cada vez más a mi padre y tiritaba. Pensaba en lo que había vivido la
noche anterior, en mi paso a ser mujer, en lo que yo quería entregar a alguien
que amara, en la vida que algún día quería engendrar. No quería ser violada.
No. No. ¡No!!! Y comencé a rezar. En mi interior. Invoqué al Dios de nuestros
padres, de nuestros antepasados. Al Dios que nos había liberado tantas veces
como Pueblo, que no me podía abandonar. Mi abuelo me había dicho que repitiera
el nombre Yeshua, que significa Yavé salva, y que me protegería de cualquier
mal. Y así lo hice, con insistencia, con dolor, con angustia, pero a la vez con
fe. Nada debía pasar.
De
repente llegó una voz de alarma. Gritaron algo y todos comenzaron a moverse
rápido y sin explicaciones nos pusieron en filas y nos hicieron subir al barco.
Apurados. Algo los había inquietado. Así los casi 500 nos metimos en la
embarcación. Vieja barcaza. Grande. Llena de óxido por todos lados. Con un
motor que sonaba terriblemente. Entramos con mi padre y nos sentamos adelante.
Apiñados. Venían muchos somalíes, pero también eritreos, etíopes, sudaneses,
mucha gente del cuerno de África.
-¿Tienes miedo? Me preguntó.
-Sí…
mucho… pienso en todo lo que dejamos y me da pena. No sé si volveré a ver a mamá.
Quisiera tanto darle un abrazo.
Mi
padre me abrazó. Con toda la fuerza y la ternura de que era capaz. Sus mejillas
se humedecieron y yo me puse a llorar… boté todas las lágrimas que se me habían
juntado hasta ahí. Desahogada dije:
-
Algo me hace sentir que llegaremos… no sé. Creo… Espero…
Y
unos disparos pasaron por sobre nuestras cabezas. El barco se había alejado de
la orilla, pero desde la playa unos hombres que habían llegado en autos
militares nos disparaban. No sé quiénes eran, pero claramente eran contrarios a
los que nos conducían, porque eran la causa de la alarma.
El
viaje era duro. Bajo el sol. Casi sin agua ni alimentos. Al inicio nos dábamos
ánimo. Cantábamos, pero luego nos fuimos apagando. Los cuerpos se pusieron
lacios. La mayoría tendidos sobre la cubierta. Alguno de repente daba un grito.
Todos mirábamos, pero era su imaginación no había nada.
El
segundo día de navegación el motor se apagó.
¿Qué
broma de mal gusto era? ¿No tenían petróleo? ¿Lo habían calculado así? ¿Esperaban
que nos muriéramos en el mar? ¿Que llegara alguien? ¿Que las mareas nos
condujeran? ¡La vida no podía ser tan maltratada!
El
mar nos llevaba a su antojo. Llegó la
noche. Hasta que de pronto comenzó el infierno. Primero sentí el humo. Luego vi
un fulgor. Y luego las llamas. ¡Había un incendio! Algo había sucedido. No sé
qué. Pero todo se estaba quemando. Todos gritábamos. La gente se movía
alejándose de las llamas, algunos con baldes trataban de apagarlo, pero era
imposible. La madera de la embarcación prendió como si fuera hierba seca. Todo
se veía negro. El mar, sin saber nadar, o las llamas. Estaba como hipnotizada
por el fuego. Aguantamos lo más que pudimos sobre la barcaza. Mientras muchos
ya estaban en el agua nosotros no nos movíamos, porque sabíamos que las
posibilidades de sobrevivir en el mar eran mínimas y si alguien veía el fuego
quizás vinieran a ayudar. Al final mi padre me dijo: súbete en mi espalda y
saltemos.
Vimos
el barco transformarse en una llama. En medio del mar nocturno. Una gran pira
en medio de las olas. Mientras flotábamos. Y lo vimos poco a poco desaparecer.
La noche se hizo completamente oscura. No había luna y las estrellas eran
cubiertas por una gran capa de humo sobre nuestras cabezas. Mi padre tosía.
Para protegerme se había expuesto a ese humo negro y caliente que destroza los
pulmones. Hacía frío. Todo era oscuridad. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por
quién? ¿A quién le importamos? ¿A alguien le importamos?
Oscuridad
en el cielo. Oscuridad bajo el agua. Oscuridad adentro del alma.
El
miedo a lo desconocido. Ese miedo a que algo venga desde abajo y nos muerda
desde los pies. Miedo a los monstruos que llevamos dentro.
Nada
podía ser peor.
¡Patalea! Me decía papá, entre la
tos y mientras se movía con sus brazos y piernas para que no nos hundiéramos.
¡Patalea! Aguantemos hasta el amanecer. No debe faltar tanto. ¡Animo! ¡No
pierdas la esperanza! Y yo pataleaba sin cesar.
Pasaron
así varias horas. Hasta que de pronto sentí un ruido de motor detrás de mí. A
nuestras espaldas. Se acercaba una lancha. Se movía lento. Se acercaban a los
que flotaban. A algunas personas las subían y a otras no. Era muy raro.
Elegían. No sé qué elegían. Cuando llegaron donde nosotros, nos apuntaron con
un gran foco. Gritaron algo y sentí que me agarraban del cuello y me levantaban
hasta la cubierta. Mientras yo miraba a mi padre. La lancha siguió andando y
comencé a gritar como histérica. Papá. ¡Papá ¡Paaá! Y un golpe seco me dejó
tirada hasta ya no saber más de mí.
…
Mi madre, mi padre, mis abuelos, el jardín de mis juegos, mis vecinos, mi
hermanito pequeño, celebramos algo… mi madre me abraza y llora… yo le pregunto
por qué lloras y me pego a ella… Dam… tu nombre… mi nombre… el de muchos… es la
sangre de la vida… la sangre que corre … que es preciosa ante los ojos del
Creador… en ti se unen muchas razas … tus bisabuelos maternos llegaron de
Italia, eran colonos, hablaban la lengua de los campesinos toscanos y
confesaban su fe en Cristo Jesús… la
familia de tu padre… árabe… musulmana… enraizada en esta tierra desde siempre… nos
unimos por el amor … y tu padre que siempre me ha amado respetó mi fe… la fe de
mis padres… y al interior del hogar jamás me obligó a renunciar a este tesoro…
y yo a mi vez … aprendí a rezar los suras del Corán con él… sin dejar de
discutir y preguntar… pero con infinito respeto y comunión… así has crecido tú…
por eso te pusimos Dam… que en la lengua del Viejo Testamento significa sangre…
que es de Dios… porque es la vida y debe ser respetada y bendecida… Tú eres
sangre de nuestra sangre… tú eres vida de nuestras vidas… y en ti se unen
muchas razas… la fuerza que en ti late es mayor de lo que te puedes imaginar… y
el Espíritu está en ti… y hoy aquí… en nuestra casa… yo te bautizo… en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo… amén… y ahí lloraba yo… mi
bautismo… …en que la sangre y el agua se mezclaron… para siempre… uniendo la
vida a la Vida… uniendo en mi corazón la fe de todos los pueblos que surgieron
del patriarca Abraham, amigo de Dios, fiel, hebreos, musulmanes y cristianos…
mi papá miraba a mi madre bautizarme… en la casa… con agua de nuestra fuente…
yo entendía poco… pero todo, todo, se quedó grabado en mi pecho, para siempre…
…
Con estos recuerdos… y un terrible dolor de cabeza… comienzo a despertar… en un
lugar oscuro y sucio junto a cuerpos que respiran lentamente tratando de
consumir la menor cantidad de aire y de energía, porque lo que se respira es el
temor … el aire está infectado de temor… Todavía vuelvo mi corazón a la escena
familiar que acabo de soñar y re-memorar, es uno de los momentos más hermosos
de mi vida, era una fiesta, ahí comprendí un poco más de donde venía y quién
era… pero todo parecía tan lejano, parecía un sueño, como si nunca hubiese
ocurrido. Pero no, era real, más real que lo que estaba viviendo ahora, porque
me daba una fuerza interior para confiar, para anhelar, para esperar, para
seguir soñando, a pesar de todo, contra toda desesperanza… Esa luz interior,
esa sangre que corría por mis venas y que había sido regada con el agua del
Espíritu nadie, nadie, ni nada, me la podría quitar.
Poco
a poco comencé a estirarme y a sentir mis músculos, a sentir mis manos, mis
brazos, mis piernas, mi cuello, mis pechos… todo está en su lugar… pienso en mi
padre y se me aprieta el corazón… No lo puedo creer, no lo quiero creer… Sigue
siendo injusto, pero no tengo fuerzas ni siquiera para sentir rabia. Hay algo
que se me pega a la garganta y me aprieta al pecho. Es una necesidad tan grande
de llorar, pero a la vez no puedo, estoy como endurecida, mi piel y mi corazón
en estos días, con todo lo vivido, se han oscurecido, no puedo llorar aunque
quiero, aunque quisiera. Sólo Dios sabe si lo podré hacer algún día.
No
sé dónde estoy, pero parece una gran caja metálica dentro de un barco que
avanza hacia alguna parte. No veo ninguna luz y no me atrevo a preguntar nada.
Sólo espero. Y algo que no sé qué es, a pesar de todo, me ayuda a mantenerme en
calma. Sólo espero. Porque nada puedo hacer. Y mientras espero, canto. El que
canta sus males espanta me decía mi madre y eso hago. Canto bajito y eso me
lleva muy lejos de aquí a lugares donde hay luz. Y espero…
Una
mujer a mi lado, me mira y me aprieta la mano. No sé si está más o menos
asustada que yo. No sé si me aprieta la mano para darme ánimo o porque lo
necesita ella. Pero se la aprieto. La miro, le sonrío débilmente y ella me
responde con una mirada que transmite amor dentro de una gran pena y angustia,
es difícil saber qué sentimiento es más fuerte. Pero en este momento sólo
importa tomarse las manos y saberse juntas, vivas, esperando.
De
pronto se abre una puerta. Entran dos hombres con linternas. Traen agua y unos
panes. Nos miran y hablan de nosotras. Me doy cuenta que en la caja-habitación
hay solo mujeres. Los hombres se ríen. Entiendo algunas cosas que dicen, no
todo. Pero comprendo que nos evalúan soezmente y opinan sobre nuestro precio y
quién puede valer más o menos. Se me encoje el corazón. Nada me puede repugnar
más. Una lágrima quiere caer de mis ojos, pero no la dejo, lo siento innoble,
me rebelo, no dejaré que vean debilidad. Nadie ahí, menos esos tipos podrán
saber que tengo miedo y asco, algo en mí hace que el orgullo de raza se me
pegue a la piel y no permita fluir nada más. No lo permitiré. Hay algo en mí
que no se quiere doblegar. Pero tampoco los miro. Evito todo contacto visual.
De pronto se acercan a mí. Me encuentran hermosa para ser tan joven, pechos
abundantes dicen, es virgen dice uno. El otro lo empuja, no la mires tanto, por
las vírgenes pagan mucho más. Cada vez siento más asco, pero no permito que se
den cuenta que los estoy entendiendo. Soy una piedra. Me quedo como si no tuviera
sangre en el cuerpo. Como si fuera una estatua de sal. Y espero. Solo espero.
La mujer a mi lado, me aprieta la mano un poco más, pero de un modo que nadie
la ve, porque nuestras manos están bajo el tejido con el que nos hemos
cubierto.
Por
fin se van. No puedo tragar ni la saliva. Pierdo las fuerzas. Ahora sí, todo mi
cuerpo tiembla. No sé qué pensar.
En
todo este tiempo lo que jamás he soltado ha sido mi pequeña mochila. En ella
traigo mi libreta de viaje, en la que he logrado escribir algo cada día. Donde
guardo pequeñas cosas, como pétalos de flores, los pelitos que arranqué a mi
abuelo, una foto de mi familia y la declaración de amor de un vecino que me
quería mucho.
En
esta libreta había copiado pasajes de la Biblia y también del Corán. Que me
habían enseñado mi abuelo y mi papá. El texto que más amo es del profeta Isaías
que habla de una gran esperanza que vendrá de un niño que al nacer será fuente
de una gran alegría y que dará lugar a un momento de mucha paz y fraternidad
entre todos. Mi mamá me decía que ese niño era Jesús, que ya había nacido y
había venido como uno más, como los pobres y que los primeros en ir a recibirlo
habían sido lo pastores. Pero yo, aquí, en este lugar asqueroso me pregunto,
qué pasó. Si vino. Porqué yo estoy aquí. ¿Qué fue de esa alegría y de esa
esperanza? ¿Qué fue de esa luz? ¿Qué nos pasó? ¿Qué me pasó? ¿Dónde está él
hoy? Pero así y todo. Seguí repitiendo una y otra vez ese texto de Isaías que
amo y que de alguna manera era como una caricia en mi corazón. Me devolvía el
calor. Alimentaba esa pequeñita luz que había en mi interior. Y era como si
recibiera una y otra vez el abrazo de mi abuelo. Con toda su barba picándome en
el cuello.
No
fui consciente de los días que pasamos ahí dentro. La puerta se abrió y cerró
muchas veces y todas las veces mi asco y mi temor se encendieron, pero las
palabras de la fe lograron que no me diluyera como agua entre los dedos, ni
entrara en pánico. Algo de mí se mantuvo en pie. Pensaba, hay algo en mi
interior que nadie puede tocar, ahí nadie puede entrar si yo no quiero, si yo
no lo dejo, y ahí hay luz. Y me quedaba en ese pensamiento que me daba un
poquito de paz y respiro. Lamentablemente, al mismo tiempo, mi cuerpo se iba
debilitando, estaba adelgazando rápido y sentía como las fuerzas se me
escapaban, no sé si fue la mala alimentación, los nervios o todo junto. Cada
vez tenía menos apetito y mi boca volvía a estar reseca.
De
pronto, llegamos a alguna parte, porque el barco se detuvo y comenzaron los
gritos y las maniobras. Yo había crecido en el puerto de Mogadiscio por lo que
sabía qué eran las faenas de un puerto, muchas veces había visto a los barcos
llegar. Pero como no me dejaban hacer las cosas que hacían los varones aunque
amaba el mar todavía no había aprendido a nadar. Esos hombres entraron de
nuevo, nos hicieron pararnos, yo tuve dificultad para hacerlo, habían sido
tantos días de encierro en la oscuridad. Nos amarraron las manos y nos hicieron
salir en fila. Era de noche. Se veía una bahía con muchas luces. Había cerros y
casas en ellos. El barco era un carguero y llevaba otras cosas, pero nosotros
éramos parte de ese cargamento que no debía ser descubierto. Salimos cuando no
había controles de guardia, nos subieron a un bote y nos llevaron a una playa
lejos de los controles de guardia costera. Ahí nos esperaban unas camionetas
que nos condujeron a la ciudad por calles estrechas, pude ver algunos letreros
y no entendía lo que decían. Yo sé un poco de italiano y se parecía un poco,
pero no era lo mismo. No sabía dónde estaba. Por fin llegamos a un lugar donde
había una iglesia, lo supe porque tenía una cruz, aunque en mi ciudad ya no
había, porque en las guerras pasadas incluso la catedral había sido destruida y
el obispo asesinado.
Al
lado de la pequeña Iglesia había casas pegadas unas a otras, de dos pisos,
viejas, como en los barrios donde todo se está cayendo. En la puerta había una
mujer anciana, que sonreía irónicamente y nos miraba de arriba abajo como si
fuéramos mercancía. Yo caminaba con dificultad, sólo quería tenderme y dormir,
las fuerzas me faltaban, pero a la vez, no me quería doblegar, prefería morir.
Cada paso era una lucha y un recuerdo de mi pueblo, de mi raza, de mi familia,
de mi fe. Así entramos en esa casa llena de papeles murales con olor a alcohol
y luces rojas en las esquinas.
La
flacuchenta se está cayendo – gritó la mujer, sin que yo la entendiera ni
supiera que se refería a mí – oye, tú, rulienta, mírame, a ti te hablo – de pronto alguien me agarró
del brazo y ahí levanté la cabeza, todo me daba vueltas, estaba muy mareada. La
muchacha está pálida, si se nos muere acá adentro va a ser un problema, no
quiero problemas de ningún tipo, ya hemos tenido bastante con la policía esta
semana. Para mí todo era un lenguaje de gritos. No entendía nada. Parecía que
discutían sobre mí. Los compradores no van a llegar hasta pasado mañana, si se
muere de aquí a ese momento no sé dónde vamos a meter el cuerpo así que
llévensela. No me importa lo que hagan con ella, pero llévensela porque
pareciera no tener una gota de sangre.
Había
aparecido de pronto un hombre que sonreía y llevaba una larga barba blanca, yo
no lo podía creer, pero se parecía tanto a mi abuelo. No entendía lo que decía,
pero su presencia me hizo resistir todavía un poco más.
Padre,
buenas noches, dijo la mujer, no se preocupe, son asuntos nuestros.
¿Cómo
no me voy a preocupar? Ustedes son parte de mi rebaño, las quiero como a todos
y muchas veces mis pensamientos van hacia lo que viven y sufren. ¿Quiénes son
estos hombres? ¿Y estas mujeres? Vamos a ver, aquí hay gente que se ve muy mal,
que no ha comido, se nota. Yo tengo unas cositas en la parroquia, podemos hacer
una olla para todos.
Hubo
un momento muy tenso, lo podía sentir, los hombres se miraban. Había peligro,
pero la aparente ingenuidad de este hombre hacía que nadie quisiera dar un
primer golpe. Todos esperaban y era la mujer la que llevaba la voz cantante.
Ella también estaba perpleja.
En
un instante ocurrió lo inesperado, todo fue muy rápido. Yo me caí. El hombre de
la barba corrió hacia mí y parece que dijo: yo me hago cargo de ella, necesita
ir a un hospital. La mujer no quiso oponer resistencia y los hombres que venían
armados prefirieron evitar el problema de ser descubiertos. Todo fue muy
rápido. Sin saber dónde, en qué parte del mundo, ni quién era el ángel que me
estaba abrazando yo me dejé llevar, no tenía fuerzas para nada más. Entramos a
un hospital. Ahí todos conocían a aquél hombre, todos lo saludaban por el
nombre, se llamaba como el primer mártir de la Iglesia, Esteban, y los médicos
dijeron anemia, ha perdido mucho peso y la falta de agua la ha hecho perder
presión necesita con urgencia una transfusión de sangre y suero. El señor de la
barba parece que dijo veamos si le sirve la mía y hacemos la transfusión. Y así
terminamos juntos en una camilla, uno junto al otro conectados por una manguerita
y su sangre alimentando la mía. Él me sonreía todo el rato y yo poco a poco fui
cerrando mis ojos, abandonándome, por primera vez en todo aquél tiempo,
confiando de verdad en que nada malo podía pasarme.
Era
como estar junto a mi abuelo, que me decía, no temas, estoy dentro de ti, voy
contigo, te amo, Dios con nosotros. Paz a ti, Shalom, te amo mi niña, la niña
de mis ojos, que se va haciendo mujer.
Dam,
en ti, todas las sangres se han juntado, para formar un solo pueblo, de
hermanos.
Al
día siguiente, al despertarme, todo mi cuerpo estaba adolorido, desde los dedos
de los pies hasta el último de mis cabellos, era como si me hubiesen separado
los huesos y luego me los hubieran vuelto a juntar. Mi alma también estaba
adolorida eran tantas las cosas vividas, tantos los rostros y las emociones
acumuladas. No sabía dónde me encontraba ni qué debía hacer.
¡Buenos
días! Escuché de pronto, giré la cabeza y ahí estaba aquél hombre de la barba
blanca que me sonreía. Estuvimos un rato en silencio, era necesario para volver
a sentir la vida, escuchando los latidos del corazón y la sangre que recorre
las venas.
Todavía
estuve varios días en el hospital hasta que me dijeron que podía caminar y
entonces aquel hombre que me había salvado me ayudó a entender que estaba en un
lugar donde se hablaba castellano, lengua muy parecida al italiano, por eso
podía entender algunas cosas e intuir otras y finalmente emplear el mejor de
los lenguajes, el de los gestos, las miradas y las sonrisas. Él me mostró la
ciudad, que era un puerto como aquél en el cual había crecido, se llamaba
Valparaíso y tenía unos cerros llenos de casas que parecía que se iban a caer
todas en el mar, pero en lugar de eso recibían y despedían a los viajeros con
un corazón grande, lleno de amor y de sencillez. Eso fue lo que yo sentí.
Fui
llevada a un hogar donde vivían jóvenes de mi edad, pero lo más hermoso fue que
el padre Esteban me fue a ver cada día y me invitó a ver amanecer y atardecer.
Vi el sol salir sobre los cerros y ponerse en el mar. También di un paseo en
unas lanchas por la bahía y comí los más ricos frutos del mar.
Mientras
me enseñaba esta ciudad y su gente me invitaba a mirar la vida de nuevo. A
verla con cariño... Sus palabras eran como la caricia de un niño. No dejes de
soñar con un mañana mejor, me decía, un mañana que estamos llamados a construir
hoy, con la ayuda de Dios. Un mañana y un presente donde resplandece la luz que
hay en nuestros corazones. Un mañana y un presente en que todos, de todos los
credos y de todas las razas, podremos sentarnos en una mesa común y
reconocernos creaturas amadas de Dios, que ha confiado en nosotros y ha puesto
su creación en nuestras manos para que la trabajemos codo a codo. Y mientras me
decía estas cosas me miraba con unos ojos y una sonrisa llena de brillos, como
si estuvieran iluminadas desde adentro. Como si todo fuera maravillosamente
amable.
Él
renovó mi esperanza. Incluso la esperanza de reencontrar algún día a mi
familia. Y la certeza de que la vida es hermosa. Siempre. Aun en las peores
circunstancias, porque es un don del amor que nos llama a responder con todo el
corazón. ¡Vamos!!! Me decía, cada vez que me venía a buscar, ¡vamos a la
vida!!! ¡Hay tanto que amar y conocer! ¡Tanto que abrazar y hacer crecer!
¡Tantos en quienes confiar y con quienes el mundo recorrer!!! ¡¡¡Vamos!!! ¡¡¡Vamos!!!...
Cuando
termino de escribir estas líneas ha pasado ya casi un año, ahora sé dónde estoy
y quién fue el ángel que Dios me envió.
Poco
después de ser rescatada, la red de prostitución y trata de personas fue
desbaratada, al menos en su lugar de llegada, porque todavía queda mucho por
hacer en mi tierra de origen, donde siguen muriendo y siendo explotados miles
de seres humanos.
Doy
gracias a Dios por todo, especialmente, por estar aquí… hoy…, pudiendo ofrecer
mi sangre… mi vida… por todos los que amo y por tantos que ya han partido...
por todos los que ya están y los que estarán, en mi corazón.
Fin
[1] Matías
Valenzuela sscc, Roma, 17 de diciembre de 2013. En recuerdo de las personas
fallecidas frente a las costas de Lampedusa el 3 de octubre del 2013.
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