Sunday, February 16, 2014

Dam

Por Matías Valenzuela sscc, chileno, acabando sus estudios de licencia en Teología Espiritual en la Universidad Gregoriana de Roma.

En recuerdo de las personas fallecidas frente a las costas de Lampedusa el 3 de octubre del 2013.  

Roma, 17 de diciembre de 2013. 

                “Su sangre será preciosa ante sus ojos” (Sal 72,14)

Tengo la boca seca y el cuerpo muy débil. Hemos caminado muchos días a pleno sol, aunque a veces hemos elegido caminar de noche para capear el calor y evitar la deshidratación. Mi padre dice que ya vamos a llegar, pero a estas alturas mi esperanza se ha debilitado mucho.
Hemos visto cosas terribles en el camino como cuerpecitos de niños que fueron dejados abandonados, porque ya no podían avanzar. Pienso en esas madres que los dejaron para salvar al resto del grupo y la angustia que deben cargar en el corazón. La verdad no, no me la puedo imaginar, debe ser un hoyo en el estómago o en el pecho que nada lo va a poder cerrar.
La tragedia es ingente, son miles de miles los que hemos tenido que dejar nuestras casas por esta guerra que no termina y mientras tanto no hay comida,  ni agua y las familias se separan y los niños quedamos solos mientras los adultos van a buscar ayuda.
Todo es terrible.
Paso mi lengua por la boca para humedecerla, pero no resulta; hasta mi lengua está llena de polvo y no siento ni  la saliva. Si no tomo un sorbo de agua… no sé… no doy más… pero me esfuerzo… quiero seguir adelante… no quiero morir en medio de esta nada… Salimos hace días del campamento de refugiados de Dadaab, porque estaba sobrepoblado y no quedaba alimento para nadie. Vamos hacia el mar con la idea de encontrar alguna embarcación que nos permita cruzar a Europa, esa es nuestra esperanza. Ese es nuestro anhelo. Porque aquí no vemos cómo seguir viviendo. Vamos junto a otras familias, somos como veinte personas, yo voy con mi papá y otros familiares, mi madre se quedó en Somalia con mi hermanito de dos años y con sus padres ancianos, que no podían caminar y no los quiso dejar solos. No sé si algún día la vuelva a ver, espero que sí. No lo sé.
Anoche... por primera vez en la vida sangré desde la vagina... mi mamá me había hablado de eso... y de que era el momento en que una niña pasaba a ser mujer... pero yo no lo entendía... Ahora sí… estaba casi dormida… bajo las estrellas, cubierta por una chaqueta de mi padre… hacía frío… el suelo era duro… mi almohada era una piedra… y cuando me toqué y miré lo que tenía y vi el rojo de la sangre, fue raro, porque primero me dieron muchas ganas de llorar... no estaba mi madre para poder contarle... para poder llorar con ella por el paso tan grande que estaba dando... me dio rabia, con la vida, con el mundo, con la guerra, con los que nos separaron… me dio mucha rabia y mucha pena… no sabía que podía sentir tanta pena… tenía unas tremendas ganas de gritar… Pero luego… sentí como una fuerza interior… algo que fluía desde adentro… desde mi guata… y me dieron ganas de reír… era inexplicable… pero fue así… y me pasé la sangre por la cara…, porque sentí que estaba viva… que yo estaba aún viva... y que la sangre fluía desde mi interior y por todo mi cuerpo… y que incluso si el Señor lo permitía alguna vez yo podría engendrar vida… eso me llenó los pulmones de aire y de unas ganas inmensas de vivir … y es eso lo que me hace caminar hoy día…
¡Llegamos!!
¡¡ El mar!!! 
¡¡Miren!!! 
Gritaban los que iban más adelante. ¡Sí!!!  ¡Vamos!!! ¡Eso!!! Y le tomé la mano a mi padre y se la apreté con toda mi fuerza y me dieron ganas de morderlo de los puros nervios. ¡Sí!! Ahora yo también lo veía, era el mar. ¡Mi mar, nuestro mar!!! El que nos llena la boca de risa y la lengua de canciones, ese del que hablan los antiguos, los navegantes del Oriente, los que iban hasta la China, los que comerciaban y a la vez transmitían la cultura. ¡Sí!! El mar de los sueños y de las aventuras, el mar del horizonte ancho que presagia el eterno más allá. Ese que nunca se acaba, donde encontraremos el puerto definitivo. Del atardecer sin ocaso. ¡Cuánto queremos llegar y cuánto queremos cruzarlo! Y beso a mi papá y  lo abrazo y le digo que lo amo y que no me quiero detener sino hasta llegar. Quiero mojar mis pies que ya no siento, que me duelen, que están llenos de ampollas y heridas, pero que el agua salada junto al ardor puede curar.
Y así, alcanzamos la playa. Y dormimos en la orilla y unos pescadores nos brindaron agua y también unas tortillas para que nos alimentáramos. Nada era suficiente para calmar mi sed y a la vez todo era bastante, una gota ya era más que mucho de lo que yo había soñado en el trayecto.
El cielo con todos sus colores nos acompañó tanto en el atardecer como en el amanecer y en la noche la multitud de estrellas me sonreía y yo le sonría a ellas. Les decía que me contaran historias, que yo quería escucharlas todas, que me imaginaba que Sherazade las había aprendido de ellas una a una cada noche, para luego poder contárselas al rey y así salvar su vida y la de las mujeres de su pueblo. Yo quería escucharlas y aprendérmelas. Era como si de las estrellas surgieran ríos que saciaban mi alma. Eso era lo que yo más quería, alimentar mi corazón, mi espíritu, era mi modo de prepararme para el viaje de mañana. Y cuando digo de mañana, no me refiero sólo a un viaje de ensoñación, sino al viaje concreto, que emprenderíamos y que todos decían que era muy peligroso. Muchos no lo lograban, muchos no lo han logrado. Yo no sé nadar, pero sé que quiero intentarlo…
Así aprendí el nombre que muchos pronunciaban, Lampedusa, era como un nombre mítico, todos querían llegar ahí, era una isla, yo ya quería llegar. Una isla pequeñita donde viven italianos, pero que está tan cerca de África que todos los que queremos cruzar nos dirigimos ahí, porque ahí ya estamos en suelo europeo y eso suena a libertad, suena a posibilidades nuevas, a protección, aunque puede que no sea tan así, no lo sé. ¡Quiero ir! ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero!!!  ¡Sí!!! ¡Ahora!!! Me río pensando en lo difícil que ha sido todo, pero a la vez, a lo acompañada que me he sentido.
Es tan raro. No sé qué es. No sé si es mi imaginación, pero siento que en todo momento hay compañía. Cuando partimos de casa me lancé a los pies de mi abuelo y lo aferré como se abraza a un árbol del que uno no se quiere separar, porque siente que ahí está la fuerza y el sostén de la vida. Mi abuelo a mí me daba mucha seguridad, cuando él estaba cerca nadie peleaba y todos se trataban con mucho respeto. Cuando él estaba mi papá no me gritaba, porque él le daba una sola mirada y mi papá bajaba la cabeza. Era un poco solemne, pero a mí me regaloneaba mucho. Y no me quería separar de él, sentía mucho miedo. Entonces él se agachó, me hizo cariño en la cabeza y me dijo vas a estar bien, yo nunca me separaré de ti. Estaré siempre dentro en ti, hasta más allá de todo. Y cada día de mi vida en mi oración y en mi corazón tú estarás y yo encomendaré a todos los ángeles que te protejan y que te muestren las luces que hay puestas en el camino, esas que deberás seguir y que verás brillar.
No temas.
¡Shalom para ti, Shalom para mí, Él te da el amor, Él te da la Paz, Shalom, Shalom!  ¡El camino tú harás y en tu dentro yo estaré sonriendo cada día! ¡Vamos!!
Y así mi papá me pudo llevar con él, pero sólo después de que yo le diera a mi abuelo un beso en su mejilla y le apretara la cabeza con mis manos y le arrancara incluso unos pelos que todavía llevo en mi libreta de viaje. A él le dolió ese gesto mío, tan brutal, pero yo no podía no llevarme algo físico de él, es que soy menos espiritual que él todavía. Pero sí, lo siento en mí y no he estado sola. Eso es muy raro. Pero así ha sido.
Finalmente llegó el día de la partida...
¡El día del zarpe!
Éramos 500 personas en la playa y nos subiríamos a un barco en el que no cabíamos todos. Muchos debíamos ir en la cubierta y otros muchos en una bodega. Yo le dije a mi papá que prefería ir arriba, porque necesitaba ver la luz y sentir el aire, si no me iba a morir de miedo y de pena en el estómago de esa ‘ballena’. Yo necesitaba ver el sol y así mantener la esperanza viva de que podíamos llegar. Entonces mi papá me miró a los ojos y me dijo: el Sol está en tu corazón. Y le tomé la mano y no se la solté, se la apretaba con mucha fuerza.
La idea de subir al barco me llenaba de esperanza, pero cuando llegaron los hombres que “mandaban”, se me revolvió la guata. Eran brutales y lo único que querían era dinero. A todos los amenazaban con dejarlos en la playa si no tenían para pagar. Se reían de nosotros y se aprovechaban, porque sabían que estábamos completamente en su merced. Ellos tenían armas y vehículos. Nosotros no teníamos ni para comer y la opción era morir en el desierto o en sus manos. Éramos impotentes ante ellos. Pero a mí se me juntaba el miedo con una rabia enorme. Desde adentro. La injusticia que veía hacía que hirviera mi sangre.
Las mujeres que no podían pagar eran llevadas a una tienda y volvían destrozadas y algunas no volvían más. A los jóvenes los torturaban con electricidad delante de todos. Lo que querían era amedrentar, destrozar la moral y así sacarnos dinero. Pero no sólo era eso, había un sadismo, había maldad. Era como si en nosotros descargaran un desprecio humano ancestral. Era como si hundieran sus dientes en nuestra carne para hacerla sangrar y así saciar su hambre de crueldad.  Comencé a horrorizarme y a pensar que no saldríamos de aquí.  Me pegaba cada vez más a mi padre y tiritaba. Pensaba en lo que había vivido la noche anterior, en mi paso a ser mujer, en lo que yo quería entregar a alguien que amara, en la vida que algún día quería engendrar. No quería ser violada. No. No. ¡No!!! Y comencé a rezar. En mi interior. Invoqué al Dios de nuestros padres, de nuestros antepasados. Al Dios que nos había liberado tantas veces como Pueblo, que no me podía abandonar. Mi abuelo me había dicho que repitiera el nombre Yeshua, que significa Yavé salva, y que me protegería de cualquier mal. Y así lo hice, con insistencia, con dolor, con angustia, pero a la vez con fe. Nada debía pasar.
De repente llegó una voz de alarma. Gritaron algo y todos comenzaron a moverse rápido y sin explicaciones nos pusieron en filas y nos hicieron subir al barco. Apurados. Algo los había inquietado. Así los casi 500 nos metimos en la embarcación. Vieja barcaza. Grande. Llena de óxido por todos lados. Con un motor que sonaba terriblemente. Entramos con mi padre y nos sentamos adelante. Apiñados. Venían muchos somalíes, pero también eritreos, etíopes, sudaneses, mucha gente del cuerno de África.
-¿Tienes miedo? Me preguntó.
-Sí… mucho… pienso en todo lo que dejamos y me da pena. No sé si volveré a ver a mamá. Quisiera tanto darle un abrazo.
Mi padre me abrazó. Con toda la fuerza y la ternura de que era capaz. Sus mejillas se humedecieron y yo me puse a llorar… boté todas las lágrimas que se me habían juntado hasta ahí. Desahogada dije:
- Algo me hace sentir que llegaremos… no sé. Creo… Espero…
Y unos disparos pasaron por sobre nuestras cabezas. El barco se había alejado de la orilla, pero desde la playa unos hombres que habían llegado en autos militares nos disparaban. No sé quiénes eran, pero claramente eran contrarios a los que nos conducían, porque eran la causa de la alarma.
El viaje era duro. Bajo el sol. Casi sin agua ni alimentos. Al inicio nos dábamos ánimo. Cantábamos, pero luego nos fuimos apagando. Los cuerpos se pusieron lacios. La mayoría tendidos sobre la cubierta. Alguno de repente daba un grito. Todos mirábamos, pero era su imaginación no había nada.
El segundo día de navegación el motor se apagó. 
¿Qué broma de mal gusto era? ¿No tenían petróleo? ¿Lo habían calculado así? ¿Esperaban que nos muriéramos en el mar? ¿Que llegara alguien? ¿Que las mareas nos condujeran? ¡La vida no podía ser tan maltratada!
El mar nos llevaba a su antojo.  Llegó la noche. Hasta que de pronto comenzó el infierno. Primero sentí el humo. Luego vi un fulgor. Y luego las llamas. ¡Había un incendio! Algo había sucedido. No sé qué. Pero todo se estaba quemando. Todos gritábamos. La gente se movía alejándose de las llamas, algunos con baldes trataban de apagarlo, pero era imposible. La madera de la embarcación prendió como si fuera hierba seca. Todo se veía negro. El mar, sin saber nadar, o las llamas. Estaba como hipnotizada por el fuego. Aguantamos lo más que pudimos sobre la barcaza. Mientras muchos ya estaban en el agua nosotros no nos movíamos, porque sabíamos que las posibilidades de sobrevivir en el mar eran mínimas y si alguien veía el fuego quizás vinieran a ayudar. Al final mi padre me dijo: súbete en mi espalda y saltemos.
Vimos el barco transformarse en una llama. En medio del mar nocturno. Una gran pira en medio de las olas. Mientras flotábamos. Y lo vimos poco a poco desaparecer. La noche se hizo completamente oscura. No había luna y las estrellas eran cubiertas por una gran capa de humo sobre nuestras cabezas. Mi padre tosía. Para protegerme se había expuesto a ese humo negro y caliente que destroza los pulmones. Hacía frío. Todo era oscuridad. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por quién? ¿A quién le importamos? ¿A alguien le importamos? 
Oscuridad en el cielo. Oscuridad bajo el agua. Oscuridad adentro del alma.
El miedo a lo desconocido. Ese miedo a que algo venga desde abajo y nos muerda desde los pies. Miedo a los monstruos que llevamos dentro.
Nada podía ser peor.
¡Patalea! Me decía papá, entre la tos y mientras se movía con sus brazos y piernas para que no nos hundiéramos. ¡Patalea! Aguantemos hasta el amanecer. No debe faltar tanto. ¡Animo! ¡No pierdas la esperanza! Y yo pataleaba sin cesar.
Pasaron así varias horas. Hasta que de pronto sentí un ruido de motor detrás de mí. A nuestras espaldas. Se acercaba una lancha. Se movía lento. Se acercaban a los que flotaban. A algunas personas las subían y a otras no. Era muy raro. Elegían. No sé qué elegían. Cuando llegaron donde nosotros, nos apuntaron con un gran foco. Gritaron algo y sentí que me agarraban del cuello y me levantaban hasta la cubierta. Mientras yo miraba a mi padre. La lancha siguió andando y comencé a gritar como histérica. Papá. ¡Papá ¡Paaá! Y un golpe seco me dejó tirada hasta ya no saber más de mí.

… Mi madre, mi padre, mis abuelos, el jardín de mis juegos, mis vecinos, mi hermanito pequeño, celebramos algo… mi madre me abraza y llora… yo le pregunto por qué lloras y me pego a ella… Dam… tu nombre… mi nombre… el de muchos… es la sangre de la vida… la sangre que corre … que es preciosa ante los ojos del Creador… en ti se unen muchas razas … tus bisabuelos maternos llegaron de Italia, eran colonos, hablaban la lengua de los campesinos toscanos y confesaban su fe en Cristo Jesús…  la familia de tu padre… árabe… musulmana… enraizada en esta tierra desde siempre… nos unimos por el amor … y tu padre que siempre me ha amado respetó mi fe… la fe de mis padres… y al interior del hogar jamás me obligó a renunciar a este tesoro… y yo a mi vez … aprendí a rezar los suras del Corán con él… sin dejar de discutir y preguntar… pero con infinito respeto y comunión… así has crecido tú… por eso te pusimos Dam… que en la lengua del Viejo Testamento significa sangre… que es de Dios… porque es la vida y debe ser respetada y bendecida… Tú eres sangre de nuestra sangre… tú eres vida de nuestras vidas… y en ti se unen muchas razas… la fuerza que en ti late es mayor de lo que te puedes imaginar… y el Espíritu está en ti… y hoy aquí… en nuestra casa… yo te bautizo… en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo… amén… y ahí lloraba yo… mi bautismo… …en que la sangre y el agua se mezclaron… para siempre… uniendo la vida a la Vida… uniendo en mi corazón la fe de todos los pueblos que surgieron del patriarca Abraham, amigo de Dios, fiel, hebreos, musulmanes y cristianos… mi papá miraba a mi madre bautizarme… en la casa… con agua de nuestra fuente… yo entendía poco… pero todo, todo, se quedó grabado en mi pecho, para siempre…
… Con estos recuerdos… y un terrible dolor de cabeza… comienzo a despertar… en un lugar oscuro y sucio junto a cuerpos que respiran lentamente tratando de consumir la menor cantidad de aire y de energía, porque lo que se respira es el temor … el aire está infectado de temor… Todavía vuelvo mi corazón a la escena familiar que acabo de soñar y re-memorar, es uno de los momentos más hermosos de mi vida, era una fiesta, ahí comprendí un poco más de donde venía y quién era… pero todo parecía tan lejano, parecía un sueño, como si nunca hubiese ocurrido. Pero no, era real, más real que lo que estaba viviendo ahora, porque me daba una fuerza interior para confiar, para anhelar, para esperar, para seguir soñando, a pesar de todo, contra toda desesperanza… Esa luz interior, esa sangre que corría por mis venas y que había sido regada con el agua del Espíritu nadie, nadie, ni nada, me la podría quitar.
Poco a poco comencé a estirarme y a sentir mis músculos, a sentir mis manos, mis brazos, mis piernas, mi cuello, mis pechos… todo está en su lugar… pienso en mi padre y se me aprieta el corazón… No lo puedo creer, no lo quiero creer… Sigue siendo injusto, pero no tengo fuerzas ni siquiera para sentir rabia. Hay algo que se me pega a la garganta y me aprieta al pecho. Es una necesidad tan grande de llorar, pero a la vez no puedo, estoy como endurecida, mi piel y mi corazón en estos días, con todo lo vivido, se han oscurecido, no puedo llorar aunque quiero, aunque quisiera. Sólo Dios sabe si lo podré hacer algún día.
No sé dónde estoy, pero parece una gran caja metálica dentro de un barco que avanza hacia alguna parte. No veo ninguna luz y no me atrevo a preguntar nada. Sólo espero. Y algo que no sé qué es, a pesar de todo, me ayuda a mantenerme en calma. Sólo espero. Porque nada puedo hacer. Y mientras espero, canto. El que canta sus males espanta me decía mi madre y eso hago. Canto bajito y eso me lleva muy lejos de aquí a lugares donde hay luz. Y espero…
Una mujer a mi lado, me mira y me aprieta la mano. No sé si está más o menos asustada que yo. No sé si me aprieta la mano para darme ánimo o porque lo necesita ella. Pero se la aprieto. La miro, le sonrío débilmente y ella me responde con una mirada que transmite amor dentro de una gran pena y angustia, es difícil saber qué sentimiento es más fuerte. Pero en este momento sólo importa tomarse las manos y saberse juntas, vivas, esperando.
De pronto se abre una puerta. Entran dos hombres con linternas. Traen agua y unos panes. Nos miran y hablan de nosotras. Me doy cuenta que en la caja-habitación hay solo mujeres. Los hombres se ríen. Entiendo algunas cosas que dicen, no todo. Pero comprendo que nos evalúan soezmente y opinan sobre nuestro precio y quién puede valer más o menos. Se me encoje el corazón. Nada me puede repugnar más. Una lágrima quiere caer de mis ojos, pero no la dejo, lo siento innoble, me rebelo, no dejaré que vean debilidad. Nadie ahí, menos esos tipos podrán saber que tengo miedo y asco, algo en mí hace que el orgullo de raza se me pegue a la piel y no permita fluir nada más. No lo permitiré. Hay algo en mí que no se quiere doblegar. Pero tampoco los miro. Evito todo contacto visual. De pronto se acercan a mí. Me encuentran hermosa para ser tan joven, pechos abundantes dicen, es virgen dice uno. El otro lo empuja, no la mires tanto, por las vírgenes pagan mucho más. Cada vez siento más asco, pero no permito que se den cuenta que los estoy entendiendo. Soy una piedra. Me quedo como si no tuviera sangre en el cuerpo. Como si fuera una estatua de sal. Y espero. Solo espero. La mujer a mi lado, me aprieta la mano un poco más, pero de un modo que nadie la ve, porque nuestras manos están bajo el tejido con el que nos hemos cubierto.
Por fin se van. No puedo tragar ni la saliva. Pierdo las fuerzas. Ahora sí, todo mi cuerpo tiembla. No sé qué pensar.
En todo este tiempo lo que jamás he soltado ha sido mi pequeña mochila. En ella traigo mi libreta de viaje, en la que he logrado escribir algo cada día. Donde guardo pequeñas cosas, como pétalos de flores, los pelitos que arranqué a mi abuelo, una foto de mi familia y la declaración de amor de un vecino que me quería mucho.

En esta libreta había copiado pasajes de la Biblia y también del Corán. Que me habían enseñado mi abuelo y mi papá. El texto que más amo es del profeta Isaías que habla de una gran esperanza que vendrá de un niño que al nacer será fuente de una gran alegría y que dará lugar a un momento de mucha paz y fraternidad entre todos. Mi mamá me decía que ese niño era Jesús, que ya había nacido y había venido como uno más, como los pobres y que los primeros en ir a recibirlo habían sido lo pastores. Pero yo, aquí, en este lugar asqueroso me pregunto, qué pasó. Si vino. Porqué yo estoy aquí. ¿Qué fue de esa alegría y de esa esperanza? ¿Qué fue de esa luz? ¿Qué nos pasó? ¿Qué me pasó? ¿Dónde está él hoy? Pero así y todo. Seguí repitiendo una y otra vez ese texto de Isaías que amo y que de alguna manera era como una caricia en mi corazón. Me devolvía el calor. Alimentaba esa pequeñita luz que había en mi interior. Y era como si recibiera una y otra vez el abrazo de mi abuelo. Con toda su barba picándome en el cuello.
No fui consciente de los días que pasamos ahí dentro. La puerta se abrió y cerró muchas veces y todas las veces mi asco y mi temor se encendieron, pero las palabras de la fe lograron que no me diluyera como agua entre los dedos, ni entrara en pánico. Algo de mí se mantuvo en pie. Pensaba, hay algo en mi interior que nadie puede tocar, ahí nadie puede entrar si yo no quiero, si yo no lo dejo, y ahí hay luz. Y me quedaba en ese pensamiento que me daba un poquito de paz y respiro. Lamentablemente, al mismo tiempo, mi cuerpo se iba debilitando, estaba adelgazando rápido y sentía como las fuerzas se me escapaban, no sé si fue la mala alimentación, los nervios o todo junto. Cada vez tenía menos apetito y mi boca volvía a estar reseca.
De pronto, llegamos a alguna parte, porque el barco se detuvo y comenzaron los gritos y las maniobras. Yo había crecido en el puerto de Mogadiscio por lo que sabía qué eran las faenas de un puerto, muchas veces había visto a los barcos llegar. Pero como no me dejaban hacer las cosas que hacían los varones aunque amaba el mar todavía no había aprendido a nadar. Esos hombres entraron de nuevo, nos hicieron pararnos, yo tuve dificultad para hacerlo, habían sido tantos días de encierro en la oscuridad. Nos amarraron las manos y nos hicieron salir en fila. Era de noche. Se veía una bahía con muchas luces. Había cerros y casas en ellos. El barco era un carguero y llevaba otras cosas, pero nosotros éramos parte de ese cargamento que no debía ser descubierto. Salimos cuando no había controles de guardia, nos subieron a un bote y nos llevaron a una playa lejos de los controles de guardia costera. Ahí nos esperaban unas camionetas que nos condujeron a la ciudad por calles estrechas, pude ver algunos letreros y no entendía lo que decían. Yo sé un poco de italiano y se parecía un poco, pero no era lo mismo. No sabía dónde estaba. Por fin llegamos a un lugar donde había una iglesia, lo supe porque tenía una cruz, aunque en mi ciudad ya no había, porque en las guerras pasadas incluso la catedral había sido destruida y el obispo asesinado.
Al lado de la pequeña Iglesia había casas pegadas unas a otras, de dos pisos, viejas, como en los barrios donde todo se está cayendo. En la puerta había una mujer anciana, que sonreía irónicamente y nos miraba de arriba abajo como si fuéramos mercancía. Yo caminaba con dificultad, sólo quería tenderme y dormir, las fuerzas me faltaban, pero a la vez, no me quería doblegar, prefería morir. Cada paso era una lucha y un recuerdo de mi pueblo, de mi raza, de mi familia, de mi fe. Así entramos en esa casa llena de papeles murales con olor a alcohol y luces rojas en las esquinas.
La flacuchenta se está cayendo – gritó la mujer, sin que yo la entendiera ni supiera que se refería a mí – oye, tú, rulienta, mírame,  a ti te hablo – de pronto alguien me agarró del brazo y ahí levanté la cabeza, todo me daba vueltas, estaba muy mareada. La muchacha está pálida, si se nos muere acá adentro va a ser un problema, no quiero problemas de ningún tipo, ya hemos tenido bastante con la policía esta semana. Para mí todo era un lenguaje de gritos. No entendía nada. Parecía que discutían sobre mí. Los compradores no van a llegar hasta pasado mañana, si se muere de aquí a ese momento no sé dónde vamos a meter el cuerpo así que llévensela. No me importa lo que hagan con ella, pero llévensela porque pareciera no tener una gota de sangre.
Había aparecido de pronto un hombre que sonreía y llevaba una larga barba blanca, yo no lo podía creer, pero se parecía tanto a mi abuelo. No entendía lo que decía, pero su presencia me hizo resistir todavía un poco más.
Padre, buenas noches, dijo la mujer, no se preocupe, son asuntos nuestros.
¿Cómo no me voy a preocupar? Ustedes son parte de mi rebaño, las quiero como a todos y muchas veces mis pensamientos van hacia lo que viven y sufren. ¿Quiénes son estos hombres? ¿Y estas mujeres? Vamos a ver, aquí hay gente que se ve muy mal, que no ha comido, se nota. Yo tengo unas cositas en la parroquia, podemos hacer una olla para todos.
Hubo un momento muy tenso, lo podía sentir, los hombres se miraban. Había peligro, pero la aparente ingenuidad de este hombre hacía que nadie quisiera dar un primer golpe. Todos esperaban y era la mujer la que llevaba la voz cantante. Ella también estaba perpleja.
En un instante ocurrió lo inesperado, todo fue muy rápido. Yo me caí. El hombre de la barba corrió hacia mí y parece que dijo: yo me hago cargo de ella, necesita ir a un hospital. La mujer no quiso oponer resistencia y los hombres que venían armados prefirieron evitar el problema de ser descubiertos. Todo fue muy rápido. Sin saber dónde, en qué parte del mundo, ni quién era el ángel que me estaba abrazando yo me dejé llevar, no tenía fuerzas para nada más. Entramos a un hospital. Ahí todos conocían a aquél hombre, todos lo saludaban por el nombre, se llamaba como el primer mártir de la Iglesia, Esteban, y los médicos dijeron anemia, ha perdido mucho peso y la falta de agua la ha hecho perder presión necesita con urgencia una transfusión de sangre y suero. El señor de la barba parece que dijo veamos si le sirve la mía y hacemos la transfusión. Y así terminamos juntos en una camilla, uno junto al otro conectados por una manguerita y su sangre alimentando la mía. Él me sonreía todo el rato y yo poco a poco fui cerrando mis ojos, abandonándome, por primera vez en todo aquél tiempo, confiando de verdad en que nada malo podía pasarme.
Era como estar junto a mi abuelo, que me decía, no temas, estoy dentro de ti, voy contigo, te amo, Dios con nosotros. Paz a ti, Shalom, te amo mi niña, la niña de mis ojos, que se va haciendo mujer.
Dam, en ti, todas las sangres se han juntado, para formar un solo pueblo, de hermanos.
Al día siguiente, al despertarme, todo mi cuerpo estaba adolorido, desde los dedos de los pies hasta el último de mis cabellos, era como si me hubiesen separado los huesos y luego me los hubieran vuelto a juntar. Mi alma también estaba adolorida eran tantas las cosas vividas, tantos los rostros y las emociones acumuladas. No sabía dónde me encontraba ni qué debía hacer.
¡Buenos días! Escuché de pronto, giré la cabeza y ahí estaba aquél hombre de la barba blanca que me sonreía. Estuvimos un rato en silencio, era necesario para volver a sentir la vida, escuchando los latidos del corazón y la sangre que recorre las venas.
Todavía estuve varios días en el hospital hasta que me dijeron que podía caminar y entonces aquel hombre que me había salvado me ayudó a entender que estaba en un lugar donde se hablaba castellano, lengua muy parecida al italiano, por eso podía entender algunas cosas e intuir otras y finalmente emplear el mejor de los lenguajes, el de los gestos, las miradas y las sonrisas. Él me mostró la ciudad, que era un puerto como aquél en el cual había crecido, se llamaba Valparaíso y tenía unos cerros llenos de casas que parecía que se iban a caer todas en el mar, pero en lugar de eso recibían y despedían a los viajeros con un corazón grande, lleno de amor y de sencillez. Eso fue lo que yo sentí.
Fui llevada a un hogar donde vivían jóvenes de mi edad, pero lo más hermoso fue que el padre Esteban me fue a ver cada día y me invitó a ver amanecer y atardecer. Vi el sol salir sobre los cerros y ponerse en el mar. También di un paseo en unas lanchas por la bahía y comí los más ricos frutos del mar.
Mientras me enseñaba esta ciudad y su gente me invitaba a mirar la vida de nuevo. A verla con cariño... Sus palabras eran como la caricia de un niño. No dejes de soñar con un mañana mejor, me decía, un mañana que estamos llamados a construir hoy, con la ayuda de Dios. Un mañana y un presente donde resplandece la luz que hay en nuestros corazones. Un mañana y un presente en que todos, de todos los credos y de todas las razas, podremos sentarnos en una mesa común y reconocernos creaturas amadas de Dios, que ha confiado en nosotros y ha puesto su creación en nuestras manos para que la trabajemos codo a codo. Y mientras me decía estas cosas me miraba con unos ojos y una sonrisa llena de brillos, como si estuvieran iluminadas desde adentro. Como si todo fuera maravillosamente amable.
Él renovó mi esperanza. Incluso la esperanza de reencontrar algún día a mi familia. Y la certeza de que la vida es hermosa. Siempre. Aun en las peores circunstancias, porque es un don del amor que nos llama a responder con todo el corazón. ¡Vamos!!! Me decía, cada vez que me venía a buscar, ¡vamos a la vida!!! ¡Hay tanto que amar y conocer! ¡Tanto que abrazar y hacer crecer! ¡Tantos en quienes confiar y con quienes el mundo recorrer!!! ¡¡¡Vamos!!! ¡¡¡Vamos!!!...
Cuando termino de escribir estas líneas ha pasado ya casi un año, ahora sé dónde estoy y quién fue el ángel que Dios me envió.
Poco después de ser rescatada, la red de prostitución y trata de personas fue desbaratada, al menos en su lugar de llegada, porque todavía queda mucho por hacer en mi tierra de origen, donde siguen muriendo y siendo explotados miles de seres humanos.
Doy gracias a Dios por todo, especialmente, por estar aquí… hoy…, pudiendo ofrecer mi sangre… mi vida… por todos los que amo y por tantos que ya han partido... por todos los que ya están y los que estarán, en mi corazón.

                Fin




[1] Matías Valenzuela sscc, Roma, 17 de diciembre de 2013. En recuerdo de las personas fallecidas frente a las costas de Lampedusa el 3 de octubre del 2013.

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